La quietud de la casa era, ahora, una mentira elaborada. Cada superficie pulida, cada flor en su jarrón, cada risa que bajaba desde la habitación de los niños era una capa finísima de barniz sobre un abismo. Desde que el caballito de Gabriel había aparecido en esa caja anónima, el aire mismo se había vuelto afilado, cortante al respirar. Yo era la guardiana de esa paz falsa, la centinela de un castillo.
Luca se había convertido en un espectro de sí mismo. Un espectro de ira pura. La llamada en la que le conté lo del juguete había marcado un antes y un después. No hubo gritos, no hubo amenazas vacías. Solo un silencio del otro lado de la línea tan denso y pesado que creí que la conexión se había cortado.
—Lo entiendo —fue lo único que dijo, después de yo afirmar que me encargaría de hacerles pagar. Que se arrepentirán de usar a Gabriel como amenaza. Porque no sabían de lo que era capaz una madre.
Y había colgado. Sin más explicaciones. Sabía, con una certeza que me helaba la sangre,