La mañana después del evento amaneció envuelta en un silencio inquietante. La mansión dormía tras la larga noche de lujo y sonrisas diplomáticas, pero yo no podía. Seguía con el vestido doblado sobre el sillón, observando el reflejo de la noche anterior en el espejo: la mujer que se había mantenido erguida, sonriente, poderosa… y que ahora sentía el corazón latiendo demasiado rápido.
Sabía que la calma, en nuestro mundo, era solo un preludio. Más ahora, que había retado de manera casi directa al enemigo.
Bajé las escaleras poco después de que el reloj marcara las ocho. El perfume a café recién hecho se mezclaba con el sonido de pasos firmes y voces tensas en el pasillo principal. Bastó ver el rostro de Luciano, el jefe de los guardias y mi hombre de confianza, para entenderlo: algo había pasado. Su mandíbula estaba apretada, los ojos oscuros, y cuando me vio, el respeto se mezcló con urgencia.
—Señora… —murmuró, bajando la voz—. Hubo un ataque esta madrugada.
Todo dentro de mí se con