La mañana amaneció gris, como si el cielo compartiera la resaca emocional que dejó el día anterior. La tensión se sentía aún suspendida en los pasillos de la mansión, invisible pero pesada. Había dormido poco; cada ruido, cada sombra, me recordaba que Ruggero seguía ahí afuera, acechando, esperando el momento justo para volver a golpear.
Bajé al despacho con una taza de café que apenas probé. Luca estaba revisando informes junto a Luciano, su expresión era tan fría y concentrada que, por un instante, me pareció el hombre que fue antes de perder la memoria. El aire se volvió más denso cuando escuché pasos apurados acercarse desde el pasillo.
—Señora Aria… —la voz de una de las sirvientas interrumpió mi andar—. La señorita Clara está aquí. Dice que necesita hablar con usted con urgencia.
Dejé la taza sobre el escritorio y salí enseguida. Clara me esperaba en el vestíbulo, con el rostro pálido y los ojos enrojecidos. Llevaba un abrigo claro sobre el vestido, el cabello suelto y desordena