El mundo siguió girando como si nada, pero para mí los días pasaron lentos, pesados, cargados de silencios que parecían cuchillas. Una semana después de la caída de Greco, todavía podía escuchar en mis sueños el crujir de las paredes ardiendo, y ver su sombra deshaciéndose bajo la furia del fuego. Las noticias repetían la misma escena una y otra vez: imágenes de la mansión en ruinas, teorías de periodistas, políticos hablando de “ajustes de cuentas” y “la inevitable caída de un imperio criminal”. Nadie sabía la verdad, pero yo sí. Y esa verdad me mantenía despierta cada noche, abrazando a mis hijos como si fueran la única razón de mi respiración.
Valentina había recuperado un color que no veía en ella desde hacía semanas. Sus mejillas volvían a tener un leve rubor y su risa empezaba a llenar los pasillos de la mansión. Gabriel, travieso como siempre, parecía haber borrado el miedo con una velocidad que me sorprendía. Ellos, sin saberlo, habían sobrevivido a un infierno y renacían aho