El amanecer en el hospital tenía un peso distinto al de cualquier otro día. El aire olía a desinfectante y a esperanza quebrada, como si los muros mismos respiraran la angustia de todas las familias que habían esperado allí. Yo era una de ellas, atrapada en esa sala blanca que parecía ajena al tiempo, con las manos entrelazadas a las de Clara como único ancla. Ella había llegado temprano apenas la contacté para avisarle que ya tenía a mi hijo.
Gabriel ya estaba en quirófano. Valentina también. El trasplante de médula había comenzado, y aunque los médicos me habían explicado cada paso con paciencia casi quirúrgica, lo cierto es que mi mente solo repetía una frase: que salga bien, que salga bien, que salga bien.
Clara no soltaba mi mano. A veces me hablaba para distraerme: recordaba anécdotas de cuando Valentina aprendió a caminar, o cómo Gabriel había pintado la pared del pasillo con crayones verdes diciendo que “era un bosque mágico”. Yo reía a medias, pero pronto volvía a romperme.