La casa estaba llena de risas, de voces, de una vitalidad que me recordaba que, al fin, habíamos logrado sacudir el círculo de sombras que me había acompañado tanto tiempo. Desde la ventana del salón veía el jardín al fondo, bañado por un sol dorado que parecía haber salido especialmente para celebrar ese día: mi cumpleaños. Nunca imaginé sentirme tan plena, tan rodeada de vida y de amor.
Mis padres estaban allí, sentados en los sofás amplios, conversando con Clara y riendo como si fueran parte natural de este mundo al que tanto tiempo me costó presentarlos. Verlos sostener a Valentina en brazos, darle pequeñas vueltas, besarle las mejillas y llamarla mi niña hermosa me regalaba una calma que aún no sabía llevar con costumbre. Los había traído desde Estados Unidos para que la conocieran y para que compartiéramos este instante juntos; ver que cada pieza perdida encajaba de nuevo me dio una alegría simple y brutal.
Valentina brillaba como si el sol se hubiera disfrazado en su risa: llev