El tiempo en la nueva mansión comenzó a adquirir un ritmo extraño, como si el mundo exterior hubiese dejado de existir. Los días pasaban entre la rutina protectora de Luca y los cambios imprevisibles que mi cuerpo me imponía. El embarazo, con sus altibajos, se convirtió en un espejo de mis emociones: un torbellino de risas, lágrimas, antojos y rabietas repentinas que me sorprendían incluso a mí.
Hubo noches en que me quedaba contemplando mi reflejo en los enormes ventanales, acariciando mi vientre redondo, riéndome de cualquier tontería que Luca decía para distraerme. Pero también hubo mañanas en que el peso del cansancio y las hormonas me hacía llorar sin motivo, escondiendo la cara en sus manos mientras él me susurraba que todo estaría bien.
Luca nunca me juzgó por ello. Me miraba con esa devoción silenciosa, como si cada lágrima fuera una joya que debía cuidar, como si cada risa fuera un milagro. Y sin embargo, había algo que me estaba volviendo loca: su negativa a tocarme como ant