El aire de la naciente mañana aún olía a encierro cuando Eduardo, el tío de Bianca, me ofreció su cortesía fría y calculada. No confiaba en él, pero la alternativa era peor. Permanecer en esa casa equivalía a firmar mi sentencia, y escapar sola sin saber dónde estaba era un suicidio. Mis fuerzas estaban al límite; el hambre, la sed y el peso de siete meses de embarazo me recordaban que mi cuerpo no resistiría mucho más.
—Uno de mis hombres la llevará —me dijo con ese tono neutro que no dejaba espacio a discusiones.
Por un instante pensé en negarme, en exigir salir por mi cuenta, pero el raciocinio se impuso. No podía arriesgarme a perderme en medio de la nada, menos aún con mi hija dentro de mí. Con un gesto de la mano, Eduardo ordenó a un sirviente acercarse, y entonces me devolvió algo que no esperaba: mi teléfono.
El frío del aparato en mi palma me devolvió un mínimo de control. Lo apreté con fuerza, como si ese pequeño rectángulo de vidrio y metal pudiera conectarme con el mundo r