Vidas rotas y promesas silenciosas

El sonido de la puerta se cerró con un suave golpeteo, pero Mariam no podía dejar de pensar en lo que había presenciado. La escena en el estacionamiento seguía dando vueltas en su mente como una pesadilla, con la imagen de Claudia y Rolando besándose grabada a fuego en su alma. Sintió un vacío, una mezcla de impotencia y rabia que la recorría, pero aun así se obligó a hacer lo correcto.

Cuando entró en la mansión, Elizabeth, la madre de Demian, la miró de inmediato. Su rostro, normalmente sereno y lleno de autoridad, mostraba una expresión de preocupación. No se necesitaban palabras para que Mariam supiera lo que pensaba: Elizabeth estaba tan alarmada como todos por el estado de su hijo.

—¿Dónde está Demian? —preguntó con voz firme, pero la preocupación subyacía en cada palabra.

Mariam no pudo evitar encogerse de hombros, con la mirada fija en el suelo. Había visto el abismo en los ojos de Demian, algo que nunca había visto antes. Su frío distanciamiento. La amargura. El dolor.

Temía
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