La mañana había llegado con un silencio incómodo que no era propio de la mansión Thompson. El sol apenas se filtraba por los ventanales, y el eco del intento de suicidio de Demian aún flotaba como un secreto que dolía pronunciar.
Apenas el reloj marcó las ocho, Lucas, el asistente personal y uno de los pocos amigos de Demian, irrumpió en la casa principal como una ráfaga de preocupación. Su traje estaba desalineado, el cabello despeinado y los ojos enrojecidos por una noche sin dormir.
—¿Dónde está? —preguntó al mayordomo, quien solo le señaló las escaleras, tembloroso—. ¿Qué demonios pasó anoche?
Subió de dos en dos los escalones hasta llegar a la habitación. Abrió la puerta sin tocar, y allí lo vio: Demian, recostado en la cama, con los ojos perdidos en el techo, la mandíbula rígida y la expresión de un hombre al borde del abismo.
—¡¿Estás loco, Demian?! —exclamó Lucas, cerrando de golpe la puerta—. ¡¿Intentaste matarte y ni siquiera me avisaste?!
Demian ni siquiera parpadeó.
—No te