El aroma cálido del café llenaba la pequeña sala, mezclándose con el dulce perfume de las galletas de mantequilla que Azucena había traído en una caja envuelta con papel floreado. Mariam sonreía mientras sostenía su taza entre las manos, dejando que el calor aliviara el frío invisible que, sin explicación, parecía haberse instalado en su pecho desde hacía días.
—Te juro que extraño estas tardes —dijo Azucena mientras mordía una galleta—. ¿Recuerdas cuando soñábamos con tener una cafetería?
Mariam asintió con nostalgia, aunque su mente no estaba del todo en la conversación. Observó de reojo a Gabriel, quien estaba en el rincón de la sala, entretenido haciendo muñecos de plastilina con el pequeño, su hijo adoraba a su asistente.
Por un instante, todo parecía en calma. Una calma frágil.
El celular de Mariam vibró con fuerza, sacándola de su ensueño. Tomó el aparato de la mesa. Un número desconocido brillaba en la pantalla. Dudó unos segundos. Pero decidió responder.
—¿Quién es? —preguntó