El sol entraba débilmente por las ventanas del hospital, colándose entre las cortinas beige, bañando la habitación con una luz tenue y fría. El sonido constante de los monitores cardíacos era lo único que rompía el silencio, un recordatorio de que la vida del anciano Smith se aferraba a un hilo cada vez más delgado.
Kitty empujó la puerta con suavidad. En sus manos llevaba un ramo de flores que dejó en la mesita, no por cariño, sino por mantener la apariencia. En su rostro, una sonrisa fingida.
—Abuelo —dijo con dulzura forzada, acercándose a la cama—. Es bueno verte.
El anciano giró la cabeza con lentitud. Su piel lucía más pálida que la semana anterior, y bajo sus ojos se marcaban profundas ojeras. Aun así, al ver a su nieta, sus ojos brillaron con la chispa débil de la esperanza.
—Kitty… Al fin vienes a visitarme —murmuró, con voz rasposa, seca por la medicación—. Pensé que te habías olvidado de mí.
—He tenido que trabajar… discúlpame —respondió ella, sentándose a su lado—. Además,