El sol apenas asomaba cuando Mariam empujó la puerta principal. Llevaba puesta la misma ropa del día anterior, las ojeras marcadas por una noche en vela, el corazón apretado… su abuelo la necesitaba y ella no pensaba darle la espalda.
Se sentía agotada, solo quería darse una ducha, tal vez un té, tal vez una sonrisa de esas que últimamente empezaban a aparecer entre ellos.
Pero no hubo sonrisa.
Demian la esperaba en medio del salón, con la mandíbula tensa, las venas marcadas en el cuello y una carpeta en la mano. Una sensación extraña se instaló en su pecho. Algo no estaba bien.
—Qué conveniente —dijo sin saludar—. Te vas sin decir una palabra… y ahora regresas como si nada.
Ella lo miró, confusa.
—Demian, era una emergencia familiar, debía ir, no tuve tiempo de…
—¿De qué? ¿De seguir mintiendo? —interrumpió él, alzando la voz—. Porque esto —tiró la carpeta a sus pies— habla más que tus palabras.
Mariam se agachó, la abrió. Reconoció el logo del hospital. La factura… pagada. ¿Por quién