La lluvia caía a cántaros como si compartiera el luto de Mariam, quien vestía de negro riguroso, con un velo que apenas ocultaba la hinchazón de sus ojos. A su lado, Azucena sostenía un paraguas con una mano y la otra con firmeza sobre la espalda de su amiga, como un ancla en medio de la tormenta.
Los murmullos eran inevitables. Entre paraguas y miradas furtivas, los familiares cuchicheaban con desprecio, lanzando cuchillos invisibles.
—Debería darle vergüenza aparecerse después de todo lo que ha hecho —susurró una tía.
—El abuelo murió por su culpa —agregó otra, con voz venenosa.
Mariam agachó la cabeza. No lloraba por las palabras; ya no tenía lágrimas. Lloraba por lo que había perdido… por lo que jamás volvería.
Kitty se acercó con paso firme, empapada también, pero con esa maldita sonrisa altiva.
—No tienes vergüenza, Mariam. Aparecerte aquí como si fueras la gran cosa. Si te queda algo de dignidad, deberías irte.
Azucena se colocó frente a ella.
—¡Basta! No fue su culpa. Déjala e