La mañana era gris. No por el clima, sino por el peso invisible que cargaba en el alma. Mariam se levantó de la camilla con movimientos lentos. Azucena se acercó con una bolsa de ropa limpia y su inseparable apoyo incondicional.
—¿Estás segura de que quieres hacer esto hoy? —preguntó su amiga, mientras Mariam se colocaba unos pantalones negros, una blusa blanca y un abrigo gris.
—No me voy a esconder. No después de todo lo que he pasado. Tengo que cerrar esto como se debe.
Azucena suspiró, observándola con tristeza. Había tanto dolor en su mirada, pero también una determinación feroz. Mariam no era una víctima. Era una guerrera herida que aún no soltaba su espada.
Al salir del hospital, tomó un taxi. No dijo una palabra durante el trayecto. Sólo observaba por la ventana, como si el mundo exterior no tuviera derecho a tocarla.
Al llegar al edificio de los Thompson, el ambiente se volvió espeso.
Sus pasos resonaban en el suelo como un eco que todos escuchaban. Las miradas se clavaban en