Jared Levy es todo lo opuesto a mí.
Él es metódico, controlador, perseverante, perfeccionista.
Yo, en cambio, soy caótica, desorganizada, voluble, descuidada… y un largo etcétera que prefiero no listar porque tampoco estamos aquí para hundirme más la autoestima.
Y sin embargo, estoy en su cama. Completamente desnuda. Con su olor en mi piel, el cuerpo aún tembloroso y la mente hecha un lío monumental.
¿Lo peor de todo?
Ni siquiera sé cómo hemos llegado exactamente a esto.
No me malinterpretes: sé cómo sucedió. Estábamos en el mismo bar, nuestras miradas se cruzaron, él me ofreció una copa, charlamos un rato y, cuando me quise dar cuenta, estábamos besándonos en la calle como dos adolescentes. El típico impulso que siempre juro que no volveré a tener… hasta que lo tengo. Pero lo que no sé es cómo me dejé arrastrar tan fácil, cómo pasé de levantar barreras a quitármelas —junto con la ropa— en cuestión de horas.
Como dicen las malas lenguas, los polos opuestos se atraen. Y sí, no voy a negarlo a estas alturas de la película: Jared Levy me atrae. Pero no solo eso.
Jared Levy podría ser el único hombre capaz de mandar al garete todas mis reglas… incluso cuando acabamos de conocernos.
Porque lo suyo no fue solo físico. Fue su manera de mirarme: directa, intensa, como si el resto del mundo se apagara en cuanto puso los ojos en mí. Fue su voz, grave y pausada, diciéndome exactamente lo que quería oír. Fue su seguridad, esa forma de moverse y hablar como si supiera exactamente lo que quería —y como si supiera que yo también lo quería, aunque no lo admitiera todavía—.
Y yo caí. Como una idiota. O tal vez no. Tal vez solo como una mujer que necesitaba un poco de locura.
Por eso sé que lo más sensato ahora mismo sería alejarme. Desaparecer. Huir como si esto no hubiera pasado. Como si esta noche no se me hubiese quedado grabada en la piel.
Y eso es exactamente lo que voy a hacer.
Salgo de la cama con cuidado, intentando no despertarlo. La habitación está en penumbra. Afuera todavía no ha amanecido, y la única luz entra a través de las cortinas entreabiertas. Me inclino para recoger mi ropa del suelo, que está esparcida como si hubiera habido una tormenta… que en cierto modo la hubo, solo que en forma de besos, gemidos y cuerpos enredados.
Me visto en silencio. Me coloco la camiseta con rapidez, aunque aún siento el roce de sus manos bajándomela la noche anterior. Abrocho el sujetador a ciegas, sin dejar de mirarlo de reojo.
Está tumbado boca arriba, completamente desnudo, ajeno a mi huida. Su pecho sube y baja con una calma insultante. Tiene el pelo revuelto, y una pierna medio fuera de la sábana. Incluso dormido parece perfecto. Como si estuviera posando para una maldita campaña de Calvin Klein.
Y sí… me fijo. En su miembro, en su abdomen, en sus clavículas. En todo. Porque no es solo guapo: es imponente.
Y porque anoche hizo cosas conmigo que todavía no sé cómo procesar. Cosas que me hicieron olvidarlo todo. Hasta mi nombre.
He de reconocer que, de todos los hombres con los que me he acostado en los últimos años —y aunque no lo parezca, no son tantos—, Jared Levy es, sin lugar a dudas, el mejor amante que he tenido. No solo por lo obvio —aunque eso también—, sino por cómo me hizo sentir: deseada, poderosa, libre. Como si en ese momento yo también pudiera ser perfecta. Como si el caos que soy no importara.
—Ufff… madre mía —murmuro, sin poder evitarlo, al mirarlo una vez más.
Recojo mis zapatos en silencio y camino en puntillas hasta la puerta. Me detengo justo antes de salir. Por alguna razón, siento que debería dejar una nota, un mensaje… algo. Pero, ¿qué le diría? ¿“Gracias por la noche salvaje, que tengas un buen día”? ¿“Prometo no encariñarme”? ¿“No me llames, no tengo cobertura emocional”?
Respiro hondo. Mejor así. Mejor desaparecer sin dejar rastro. Que esta noche se quede en eso: una locura. Un error delicioso. Una excepción.
Abro la puerta con cuidado, y salgo. El pasillo está en silencio, como si todo el edificio durmiera. Y mientras bajo las escaleras, una parte de mí se siente orgullosa de haber cumplido con la huida perfecta.
Pero hay otra parte —la más tonta, la más peligrosa— que se pregunta qué pasaría si él me lo pidiera otra vez.
Si me volviera a mirar como anoche.
Si volviera a rozarme la piel como si fuera suya.
Y esa parte, maldita sea…
No está tan segura de poder decir que no.