Todo parecía comenzar a calmarse. Las tormentas se disolvían poco a poco, y en medio del caos, Nicolás solo tenía un deseo: ver sonreír a su esposa.
Esa mañana, mientras Hellen dormía aún con los párpados pesados por el cansancio, él tomó su teléfono y llamó a un viejo amigo, dueño de uno de los restaurantes más exclusivos de la ciudad. Era un lugar en lo alto de la montaña, un rincón apartado donde las estrellas parecían rozar el alma y el cielo tocaba la tierra. Solo se conseguía una mesa con seis meses de antelación… pero Nicolás Lancaster no era cualquiera.
—Está hecho —le dijo su amigo—. Esta noche es solo de ustedes.
Y así comenzó a preparar cada detalle.
Mandó a confeccionar un ramo de rosas rojas con pétalos perfumados, eligió personalmente un vestido largo color vino tinto, elegante, con un escote sutil, delicado pero provocador. Ordenó también un par de aretes de diamantes finos, brillantes como el amor que sentía por ella. No iba a escatimar en absolutamente nada. Su único