Mundo de ficçãoIniciar sessãoMe quedé tendida en la cama, los brazos extendidos a los costados, mirando el techo blanco e impasible. La frustración y la decepción hervían en mi sangre, un veneno silencioso que me recorría cada vena. Nada de esto estaba en el plan. Mi pequeña y estúpida broma se había convertido en un monstruo que devoraba mi vida.
¿Y ahora qué? ¿Cuál era mi próximo movimiento? Estaba atrapada en la mentira más grande de todas: la de ser una inválida mental que no recordaba su propia vida. Cualquier paso en falso me delataría.
Y luego, recordé. La conversación que acababa de oír. Jasper no solo me había traicionado a mí, sino que también había mentido descaradamente a mis padres. Les había vendido esta farsa con la facilidad de un vendedor de autos usados. "Van a llevar la situación con calma", había dicho. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta que él se cansara de su "libertad"? El nivel de su egoísmo era tan profundo que me dejó sin aliento.
En ese momento de rabia silenciosa, la puerta de la habitación se abrió.
Me incorporé de golpe, el corazón dando un brinco en el pecho. Era Damián. Se detuvo en el umbral, con esa elegancia innata que parecía impregnar hasta su forma más simple de moverse. Nos quedamos ahí, con la distancia de la habitación entre nosotros, nuestras miradas enredándose en un duelo mudo. Él, el guardián de una mentira. Yo, la prisionera que conocía la verdad.
—¿Jasper... se fue? —pregunté, haciendo un esfuerzo por sonar débil y no como si acabara de escuchar cada palabra de su conversación.
Él negó con la cabeza ligeramente. —Sí, ya se fue.
Perfecto, pensé, y una parte de mí, una parte peligrosa que empezaba a despertar, se frotó las manos mentalmente. Ahora estamos solos.
Un suspiro profujo escapó de mis labios, cargado con toda la tensión del día. Y entonces, como si mi estómago decidiera declarar su propia independencia, un gruñido largo y sonoro rompió el silencio entre nosotros. Me mortifiqué al instante, frunciendo el ceño y desviando la mirada hacia la ventana, deseando que el suelo me tragara.
Una sonrisa, pequeña pero genuina, asomó en los labios de Damián. Era la primera vez que lo veía sonreír de verdad, y el efecto fue desconcertante. Su rostro severo se suavizó, haciéndose casi... approachable.
—Voy a preparar algo de cenar —dijo, su voz un poco más cálida.
—¡No! —protesté demasiado rápido, sintiendo que la vergüenza me teñía las mejillas de rojo—. No es necesario, de verdad. No quiero ser una molestia.
Él se encogió de hombros, un gesto extrañamente casual en él. —No es molestia, Adeline. —Mi nombre en su boca sonó como una confesión, un recordatorio de que, a pesar de todo, éramos dos personas reales atrapadas en esta ficción.
Me quedé mirándolo, sin palabras, y finalmente asentí con la cabeza, vencida por el hambre y por la curiosidad de ver cómo se desenvolvería esto.
Él se dio la vuelta para salir, pero se detuvo en la puerta, girándose de nuevo. Su mirada se posó en mí, seria otra vez, pero con una consideración nueva.
—Antes de cenar... ¿quieres tomar una ducha? —preguntó—. Te podría ayudar a sentirte... más tú.
Mis ojos se abrieron de par en par. La sugerencia era tan simple, tan práctica, y sin embargo, tan cargada de implicaciones. Una ducha. Lavar el olor a hospital de mi piel. Sentirme humana otra vez. Era lo único sensato que alguien había dicho en todo el día, y venía de la persona que era, supuestamente, mi captor.
Lo miré fijamente, buscando algún doble sentido, alguna trampa. Pero solo vi una oferta genuina. Asentí lentamente, sin poder articular una palabra.
—Está bien —dijo él—. Las toallas están en el armario. Grita si necesitas algo.
Y con eso, salió, cerrando la puerta suavemente detrás de él.
Me quedé sentada en la cama, el eco de su oferta resonando en mis oídos. "¿Quieres tomar una ducha?". No era solo una pregunta sobre higiene. Era un salvavidas en medio del caos.
El baño era tan imponente como el resto del departamento. Amplio, revestido de mármol gris claro, con accesorios cromados y una ducha de lluvia empotrada en el techo que parecía una boca lista para tragarse mis penas. Todo estaba impecable, ordenado, sin una sola gota de agua fuera de lugar. Era la antítesis de mi caótico y colorido baño… del baño que solía ser mío.
Por un instante, me sentí como una intrusa mancillando un santuario. Pero la necesidad de lavarme la semana de hospital y la frustración acumulada pudieron más. Dejé caer la bata y me metí bajo el chorro de agua.
Fue una revelación.
El agua caliente cayó sobre mi piel como una bendición, lavando no solo el sudor y el olor a desinfectante, sino también una capa de la tensión que llevaba a cuestas. Cerré los ojos y dejé que el sonido envolvente del agua ahogara mis pensamientos. Por unos minutos gloriosos, no hubo mentiras, no hubo traiciones, no hubo un futuro incierto. Solo la sensación física del alivio, un lujo simple que nunca había apreciado tanto. Me sentí cómoda, casi en paz, suspendida en ese espacio entre la realidad y la farsa.
Pero como toda tregua, fue breve. Al salir, envuelta en una toalla suave y con el vapor empañando los espejos, la realidad volvió a aplastarme. Necesitaba ropa.
Abrió la puerta del armario empotrado y contuve la respiración.
Era más grande de lo que mi antigua habitación completa. Y allí, dividido con una precisión militar, estaban nuestras vidas. De un lado, camisas impecablemente planchadas, trajes caros y sweaters de lana ordenados por color. Del otro, mis vestidos, mis jeans, mis blusas. Mis pantuflas de dragón descansaban junto a sus zapatos de cuero italiano. Era una escena de domesticidad fabricada, tan meticulosamente montada que daba miedo. Jasper y Damián habían pensado en todo. El nivel de detalle era aterrador.
Elegí algo sencillo: unos leggings y una sudadera holgada, sintiendo la tela familiar como un pequeño ancla a mi antigua vida.
Al salir a la sala, me detuve en seco.
Damián estaba en la cocina, de espaldas a mí, con un delantal oscuro atado a su cintura sobre la camisa. La imagen era tan discordante que casi solté una risa nerviosa. Damián Rocha, el director de proyectos más temido de Aethelgard Studios, el hombre de miradas que podían helar la sangre, estaba cocinando.
Mi mente retrocedió, buscando en el archivo de mis recuerdos. Todas esas veces en la oficina: serio, distante, un muro de profesionalidad. En las salidas con Jasper, siempre en segundo plano, tomando fotos, siendo el amigo silencioso. Nunca lo había visto con una mujer que no fuera yo en contexto laboral. Parecía, como solía bromear Jasper, "alérgico al género femenino".
Él se percibió de mi presencia y se volvió. No dijo nada, solo con un gesto señaló la mesa del comedor, donde ya había dos platos blancos e impecables. Sirvió una pasta con una salsa roja que olía a tomates frescos y albahaca, un aroma que le hizo agua la boca a mi estómago hambriento.
Me senté, sintiéndome extrañamente formal. Él colocó el plato frente a mí con un movimiento suave y se sentó al otro lado de la mesa. Comenzó a comer con una elegancia natural, sin hacer ruido. Yo probé un bocado. Estaba delicioso. Increíblemente delicioso.
—Está… increíble —dije, y mi voz sonó más sincera de lo que pretendía.
Él asintió, una sonrisa casi imperceptible jugueteó en sus labios antes de desaparecer, y continuó comiendo. Sirvió jugo de naranja en dos copas altas, y el gesto me pareció tan cuidadoso, tan considerado.
Mientras comía en silencio, lo observé. La manera discreta en que llevaba el tenedor a la boca, la calma con la que bebía. Por primera vez, no lo veía como el muro de hielo inexpugnable, ni como el cómplice de mi novio traicionero. Lo veía como un hombre. Un hombre que cocinaba pasta en un delantal y que, por alguna razón retorcida del destino, era ahora el centro de mi universo ficticio.
La pregunta me salió antes de poder detenerla, impulsada por una curiosidad genuina que brotaba de entre los escombros de mi confusión.
—¿Cómo te sientes? —pregunté, dejando el tenedor a un lado.
Damián se quedó quieto, el tenedor a medio camino de su boca. Me miró, claramente sorprendido por la pregunta.
—¿A qué te refieres?
—No puedo recordarlo —dije, reforzando mi personaje pero con un dejo de verdadera urgencia—. No puedo recordar… nada. De nosotros. Esto debe ser tan extraño para ti como lo es para mí.
Su mirada se desvió, hacia la ventana oscura, como si buscara las palabras correctas en la noche. Luego, volvió a mirarme. En lugar de responder con otra mentira elaborada, hizo algo que me dejó sin aliento.
Extendió su mano lentamente a través de la mesa y colocó la suya sobre la mía. Su piel estaba caliente, una marca firme y tranquilizadora sobre mi fría incertidumbre.
—Te dije que tomaría esto con calma —dijo, su voz era un susurro grave y serio—. Sé que esto es difícil, Adeline. No espero que recuerdes. Pero podemos… podemos hacer recuerdos nuevos.
Sus palabras flotaron en el aire entre nosotros, ya no como un guión de su mentira, sino como un puente tendido en la penumbra. Peligroso, tentador. Por un instante, olvidé que todo era una farsa.
De repente, los ojos de Damián se desviaron por encima de mi hombro, hacia la enorme ventana del living. Su expresión se transformó por completo. La calma se esfumó, reemplazada por una alerta tensa y animal. Su mandíbula se apretó.
—¿Qué pasa? —pregunté, alarmada por el cambio brusco.
Él no respondió de inmediato. Se levantó con movimientos lentos y deliberados, sin hacer ruido, y se acercó a la ventana, ocultándose tras el borde de la cortina. Su espalda estaba rígida.
—Adeline —dijo, sin volverse a mirarme, su voz era un susurro gélido que me heló la sangre—. Apaga la luz de la cocina. Ahora.
Una gota de sudor frío me recorrió la espina dorsal. Algo estaba mal. Algo muy mal. Con dedos temblorosos, busqué el interruptor.
¿Qué estaba pasando?...







