Capítulo 5

El mundo se había reducido al latido frenético de mi corazón y a la orden gélida de Damián.

—Apaga la luz de la cocina. Ahora.

Mis dedos, torpes y temblorosos, encontraron el interruptor y lo giraron. La oscuridad nos envolvió, densa y repentina, acentuando el silencio cargado de peligro. Me quedé paralizada en medio de la cocina, pegada a la isla de mármol como si fuera un escudo. No me atrevía a respirar.

Al otro lado de la sala, la silueta de Damián se recortaba contra la tenue luz que filtraban las cortinas. Estaba inmóvil como un centinela, todos sus músculos en tensión, su atención completa puesta en lo que fuera que había visto —o creía haber visto— al otro lado del cristal.

Luego, con un movimiento tan sigiloso que apenas percibí el zumbido, su mano se deslizó hacia un panel en la pared. Presionó un botón y el suave rumor de las cortinas eléctricas descendiendo rompió el hechizo de silencio. Eran como los telones de un teatro, cerrando de golpe la función, protegiéndonos de una mirada que no debía estar ahí.

Una vez que la ventana estuvo completamente sellada, Damián se volvió. Sus ojos, ahora acostumbrados a la penumbra, escanearon la sala. No me vio de inmediato, agachada y hecha un ovillo tras la isla de la cocina.

—¿Adeline? —llamó, su voz era un susurro bajo, pero firme.

Al oír mi nombre en su boca, pronunciado con esa mezcla de urgencia y control, algo se destensó dentro de mí. No era el tono de alguien que enfrenta una amenaza inminente, sino el de alguien que está evaluando los daños. El peligro, al menos el inmediato, había pasado.

Me puse de pie con cuidado, las piernas aún débiles. Al verme emerger de mi escondite, como un animal asustado saliendo de su madriguera, algo inesperado sucedió en el rostro de Damián. Sus cejas, antes fruncidas por la concentración, se relajaron. Una chispa de algo que no era alarma, sino... diversión, iluminó sus ojos oscuros. Llevó una mano a su boca, se frotó los labios con los nudillos e hizo un leve esfuerzo por contener lo que era, inconfundiblemente, el principio de una sonrisa.

—¿Estás bien? —preguntó, y pude detectar un temblor de risa contenida en su voz.

—¿Qué... qué pasó? —logré articular, ignorando su reacción y abrazándome a mí misma para dejar de temblar—. ¿Quién estaba ahí?

Él negó con la cabeza, desviando la mirada hacia la ventana ahora cubierta. —Nada. Probablemente solo unos chicos. Vieron la luz y pensaron en gastarnos una broma.

¿Una broma? ¿Una simple broma justificaba esa transformación de cazador, esa voz helada, esa orden que me había paralizado el alma? No. No le creí. Estaba mintiendo. De la misma manera pulida y convincente con la que yo mentía sobre mi memoria, él mentía sobre la sombra en la ventana.

—No parecía una broma —dije, desafiante, buscando en sus ojos la verdad que sus palabras negaban.

Su sonrisa se desvaneció por completo, y la máscara de la seriedad volvió a su lugar. —Estás alterada por el accidente, es normal. Tu mente puede jugarte malas pasadas.

¿Jugarme malas pasadas? La ironía de que él, el arquitecto de mi nueva realidad falsa, me dijera eso, era tan enorme que casi me atraganto con ella. Pero no pude refutarlo. No sin delatarme.

—Sí... —murmuré, bajando la cabeza en un gesto de falsa sumisión—. Quizás tengas razón.

Mientras él se acercaba para revisar la cerradura de la puerta principal, mi mirada barrió el suelo de la entrada. Y entonces lo vi. Un pequeño destello metálico junto al zócalo, justo donde él había estado parado hace unos minutos. Sin pensarlo, como un piloto automático, me agaché con la excusa de ajustarme el bajo del pantalón y cerré el puño alrededor del objeto frío.

Me incorporé, el corazón latiendo ahora por una razón completamente diferente. Deslicé la mano en el bolsillo de mis leggings, sintiendo el borde afilado de la pequeña chapa contra mis dedos.

Después de asegurar la puerta con llave, Damián regresó a la mesa. Su expresión era impenetrable, pero la tensión en sus hombros delataba la alerta que aún no se disipaba.

—¿Quieres seguir? —preguntó, señalando con la cabeza los platos a medio comer.

Asentí, aunque el hambre había sido reemplazada por un nudo de nervios. Nos sentamos y retomamos los cubiertos, pero el momento de conexión se había roto. El silencio ya no era cómodo, sino cargado de preguntas sin respuesta.

Fue entonces cuando el sonido nos atravesó como un cuchillo.

¡Ding-dong!

El timbre de la puerta sonó, estridente e implacable, partiendo el momento en dos.

La mano de Damián, que descansaba junto a su copa, se cerró de golpe. Una sombra de profundo fastidio cruzó su rostro antes de que la máscara de la neutralidad volviera a colocarse en una fracción de segundo.

—Espera aquí —ordenó, levantándose con una calma que parecía forzada.

Mi corazón se aceleró con un presentimiento horrible. Lo observé caminar hacia la puerta y abrirla solo lo necesario, sin desbloquear la cadena de seguridad. No pude ver quién estaba del otro lado, pero escuché una voz que me erizó la piel. Una voz dulce, melosa y que conocía demasiado bien.

—Hola, Damí. ¿Todo bien? —dijo Katherine con una inocencia perfectamente calculada—. Es que Jasper dejó olvidados sus zapatos de tenis en mi auto después de nuestro partido ayer. Y como pasaba por aquí... pensé en traérselos. ¿Puedo pasar?

¿Un partido de tenis? ¿Ayer? La frase resonó en mi interior. Jasper no jugaba al tenis. O al menos, nunca lo había hecho conmigo. Mis uñas se clavaron en las palmas de las manos, ahogando un gemido. 

Damián carraspeó de manera forzada, un sonido claro de advertencia. Hizo un leve movimiento con la cabeza, señalando hacia donde yo estaba sentada. Katherine se asomó un poco y su mirada se encontró con la mía. Por un instante, su rostro se puso blanco, pálido como la cera, y sus ojos se abrieron de par en par. La había sorprendido.

Pero entonces, recordó. Su amiga no recordaba absolutamente a nadie. Una sonrisa amplia y artificial se extendió por su rostro, borrando cualquier rastro de sorpresa. Ignorando por completo el gesto de advertencia de Damián, empujó suavemente la puerta.

—¡Addi! ¡Qué bien verte sentada, comiendo! —exclamó con una energía que sonó falsa y estridente. Entró sin ser invitada, con la extroversidad de quien cree tener todo el derecho, y se dirigió directamente a mí.

Antes de que pudiera reaccionar, me envolvió en un abrazo apretado que me dejó rígida. Olía a un perfume caro y nuevo, uno que Jasper me había regalado hacía unos meses atrás, estaba segura que era el mismo

—Hola... —logré balbucear, mi voz sonó ahogada.

—¿Y bien? ¿Cómo te sientes, cariño? —preguntó, tomando asiento en la silla que Damián había dejado vacía, como si siempre hubiera pertenecido a ella.

—Me siento un poco mejor, gracias —respondí automáticamente, mientras mi mente gritaba: ¿Jasper pasó ayer contigo? ¿Por qué? ¿Desde cuándo juegan al tenis juntos?

Damián se había quedado de pie en la entrada de la sala, cruzado de brazos. Su mirada era un iceberg dirigido hacia la nuca de Katherine. La energía en la habitación se había vuelto pesada, eléctrica. Hasta Katherine, en su burbuja de falsedad, lo sintió. Su sonrisa se volvió un poco tensa.

—Bueno, creo que es mejor que me vaya —dijo, levantándose con un suspiro exagerado—. No quiero interrumpir su noche.

Adeline asintió, sin poder articular una palabra de despedida.

Damián no le dio la oportunidad. En el momento en que Katherine se dirigió a la puerta, él la abrió y, con un movimiento brusco, la cerró de golpe detrás de ella, sin siquiera un "adiós", dejándola con el saludo a medio formar en los labios.

El sonido del portazo resonó en el apartamento. Damián se volvió hacia mí, su expresión era una mezcla de irritación y algo que no pude descifrar.

—Es muy tarde para recibir visitas —dijo, disfrazando su evidente molestia con Katherine como una simple preocupación por mí—. Necesitas descansar, no soportar... intrusiones.

Asentí lentamente, confundida. Aunque recordaba que Damián nunca fue social y menos con mujeres, su reacción había sido más que simple incomodidad. Había sido grosero, casi hostil. Y no entendía por qué. Para el mundo, Katherine era mi mejor amiga. Su actitud no encajaba.

***

Dejé que Katherine se fuera con su nube de perfume, pero su visita había envenenado el aire. La tensión con Damián era ahora una barrera tangible. Sin mediar palabras, cada uno recogió su plato y, en un silencio pactado, nos retiramos a la habitación.

Él entró primero al baño. El sonido del agua al correr se convirtió en el zumbido de fondo de mis pensamientos catastróficos. Me senté en el borde de la cama, sintiéndome como una intrusa en mi propia piel. Los nervios me recorrían de punta a punta.

¿Qué haría cuando Damián saliera?

Una cosa era fingir una relación en público, otra muy diferente era compartir una cama. Una cosa era dormir junto a Jasper, el hombre con el que había compartido mi vida durante años, y otra era acostarme al lado de Damián Rocha, un hombre con el que sólo había intercambiado saludos profesionales y miradas fugaces. Nunca una risa genuina, nunca una confidencia, nunca… algo más.

Me levanté y comencé a caminar de un lado a otro de la habitación, mis pasos silenciosos sobre la alfombra gruesa. Mi corazón era un tambor en mi pecho. Recordé las palabras de Jasper en la sala de estar, el único consuelo en este desastre: "No la toques". Al menos eso era una regla clara. Una frontera que, supuestamente, ninguno de los dos cruzaría.

De repente, el sonido del agua se cortó.

Mi cuerpo se puso en alerta máxima. Miré de golpe hacia la puerta del baño. Sabía que saldría en cualquier momento. Con el corazón desbocado, me apresuré a meterme bajo las sábanas, dándome la vuelta de modo que quedara de espaldas a todo y de frente a la enorme ventana, que ahora era un espejo negro de la ciudad dormida. Cerré los ojos con fuerza, fingiendo un sueño profundo que estaba a años luz de mí.

Oí el leve chirrido de la puerta del baño al abrirse. Un vapor cálido y el aroma de su gel de ducha —madera y algo cítrico— invadieron la habitación. Contuve la respiración.

A través de mis pestañas entreabiertas, y gracias al reflejo que la oscuridad de la ventana proporcionaba, pude verlo. Damián tenía una toalla blanca envuelta en su cadera. Mi mirada, traicionera, se deslizó por su espalda. Era ancha, fuerte, con los músculos dorsales bien definidos que se movían bajo la piel mientras se secaba el cabello con otra toalla. Sus brazos, tonificados y poderosos, no eran los de un hombre que solo se sentaba frente a una computadora.

De repente, en el reflejo, vi que él volvía la cabeza hacia la cama. Hacia mí. Mi corazón se detuvo. ¿Me había descubierto? Pero su mirada fue breve. Debió de pensar que ya estaba dormida.

Y entonces, con un movimiento natural, dejó caer la toalla que lo cubría.

Me tensé por completo, paralizada. Allí, en el espejo oscuro de la ventana, estaba su silueta completa. Sus piernas eran firmes y musculosas, la figura de un atleta. La visión fue tan fugaz como impactante. Un rubor ardiente me subió por el cuello hasta las mejillas, y supe que, a pesar de la oscuridad, me estaba sonrojando.

Él se dirigió al armario, se puso un bóxer negro con movimientos eficientes y luego se acercó a la mesita de noche. Tomó un control y un suave zumbido llenó la habitación; estaba ajustando el aire acondicionado. Luego, con otro botón, la cortina eléctrica descendió completamente, sellándonos del mundo exterior, convirtiendo el reflejo en una simple pared opaca.

De repente, sentí el peso de su cuerpo hundiendo el colchón a mi lado. Todos mis nervios se dispararon de nuevo. Me hice más pequeña, contrayendo cada músculo, fingiendo una pesadez en la respiración que no sentía. ¿Haría algo? ¿Se acercaría?

Las luces se apagaron, sumiéndonos en una oscuridad absoluta.

Y entonces, sentí que él también se daba la vuelta, de espaldas a mí.

Un suspiro de alivio, tan profundo que casi me atraganto con él, escapó silenciosamente de mis pulmones. Después de unos minutos, cuando su respiración se volvió lenta y regular, me atreví a girar la cabeza con disimulo. Damián estaba allí, a menos de un metro de distancia, una presencia grande y quieta en la penumbra, dándome la espalda. Una barrera de respeto en medio del caos.

La tensión se fue disipando, reemplazada por una oleada de pensamientos aún más vertiginosos. ¿Por qué? ¿Por qué Jasper, el hombre que juró amarme para siempre, que planeaba una vida a mi lado, me había hecho esto? ¿Por qué esta actitud de repente, este deseo de "libertad" que valía más que nuestros años juntos?

Las lágrimas, calientes e silenciosas, asomaron por fin y mojaron la almohada. Ya no era solo por la farsa o el miedo. Era por la traición. Y por la confusión de saber que, en medio de todo este infierno, la persona que seguía las reglas, que me ofrecía un espacio seguro aunque fuera ficticio, era el hombre de espalda a mí en la cama.

Mientras tanto, a las afueras del edificio. La lluvia fina comenzaba a empañar el parabrisas de una camioneta negra, estacionada en la penumbra entre dos árboles, como una sombra más. En su interior, un hombre de rostro anguloso y manos callosas sostenía un teléfono contra su oído. La luz de la pantalla iluminaba brevemente una cicatriz que le recorría el mentón.

Al otro lado de la línea, una voz distorsionada, fría y metálica por un modificador de voz, dijo algo. El hombre en la camioneta apretó el puño libre.

—Sí, jefe. Lo sé. Pero el conductor del otro auto sí murió. Ella... la chica... sobrevivió.

Escuchó la respuesta, un susurro cargado de impaciencia y furia contenida. Sus ojos, sin embargo, no se despegaban del piso donde se encontraba el departamento de Damián.

—Pero hay nuevas noticias —agregó, y su tono cambió ligeramente, adoptando un dejo de curiosidad malsana. Con la mano libre, tomó una carpeta manila que descansaba en el asiento del copiloto. La abrió, revelando fotografías de Adeline saliendo del hospital, su rostro pálido y desorientado. —Al parecer... perdió la memoria. No recuerda nada, señor.

Hubo un silencio prolongado al otro extremo de la llamada. Luego, la voz distorsionada emitió unas órdenes cortantes y precisas.

El hombre asintió, aunque nadie podía verlo.

—Entendido, jefe.

Colgó el teléfono y lo dejó caer sobre el asiento con desdén. No soltó la carpeta. Sus dedos, sucios de grasa, pasaron una hoja. Debajo de las fotos de Adeline, había un informe médico y un recorte de periódico sobre su accidente. Pero lo que realmente le hizo esbozar una sonrisa torcida y lenta fue otra foto, una mucho más antigua y descolorida, que había estado buscando.

La levantó hacia la tenue luz. En ella se veía a un hombre más joven, con una sonrisa que ya no existía. El hombre de la camioneta miró la foto, luego dirigió su mirada de nuevo hacia la ventana ahora ciega del departamento de Damián.

Susurró para sí mismo, y su voz era un rumor cargado de una promesa siniestra:

—¿Con que perdiste la memoria, Adeline Carson?... Veamos... —sus dedos acariciaron la foto antigua— ...qué tanto olvidaste.

Apagó la luz interior de la camioneta y se fundió por completo con la oscuridad, una amenaza latente que respiraba justo afuera de la puerta.

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