Mundo ficciónIniciar sesión
Esta no es solo mi historia. Es una cadena de tragedias que comenzó con una propuesta indecorosa, lanzada por un extraño de amplia sonrisa nacarada. Lo siguiente fue el acero helado de un quirófano, una luz cegadora y, un fuerte dolor físico y mental. Pero eso no fue lo peor, sino la perdida de mis dos mejores amigas: una atrapada en estado de coma, la otra desaparecida... O muerta.
Nos encontrábamos en Máncora, la ciudad del amor. No podía dar fe de ello, y en realidad pensaba todo lo contrario tras mi anterior experiencia, el año anterior me enseñó que el amor también puede mutilar. Sin embargo, no podía negar su belleza.
—¡Camelia! ¡Camelia! ¡Ven! —Las voces de Emi y Kiko se alzaban sobre el murmullo rítmico del océano.
La arena blanca y delgada se adhería a mis pies como escarcha fina, cada grano cosquilleando mi piel mientras la brisa templada me envolvía con una frescura que equilibraba el calor del verano. Aquí, el mar parecía evaporarse en el aire, creando un clima cálido, pero sin el agobio sofocante que reinaba en otras partes del país.
Respiré hondo. El salitre en el viento se filtró en mis pulmones, dejándome un sabor familiar en la boca. Alcé la mano para saludarlos, dejando mi libro de anatomía a un lado antes de correr hacia ellos.
Nos sumergimos en el agua, jugando como niños, empujándonos en el mar helado que nos recibía con su abrazo salado. Cada ola traía consigo un rumor lejano, como si el océano tuviera secretos que solo compartía con quienes lo escuchaban con atención.
—¡No me empujes, Kiko! —gritó Emi entre risas.
—¡Te lo mereces por robarme mi helado de mango ciruelo! —respondió él, salpicándola.
—¡Camelia, defiéndeme! —me pidió Emi, con esa dulce sonrisa tan característica en ella.
Treinta minutos pasaron entre risas y chapuzones, pero entonces una incomodidad sutil comenzó a latir en mi interior. No era solo el ardor de la piel expuesta al sol ni el peso del agua en mi cabello, sino algo más profundo. Una intuición que me decía que debía dejarlos a solas.
Desde hacía semanas, Emi y Kiko irradiaban esa energía inconfundible que precede a un cambio. El temor a perder la amistad que los unía desde niños se debatía contra el deseo de cruzar la línea que los separaba del amor. Y yo, preferí darles espacio.
—¿Estás bien, Camelia? —preguntó Emi, notando mi silencio.
—Sí… solo voy a caminar un poco. El mar me está hablando —mentí.
—¿Y qué te dice? —preguntó Federico, medio en broma.
—Que ustedes necesitan estar solos —respondí, sin mirar atrás.
Con un suspiro, pasé las manos sobre mis brazos, sintiendo la piel tibia y tirante por el sol. El ardor era apenas perceptible, pero en unos minutos, seguro se tornaría de un rojo inquietante. Tomé mi bolsa y me dirigí a una tienda cercana.
Al entrar, la atmósfera cambió por completo. El interior tenía un aire rústico, con paredes de madera y esteras que daban la sensación de estar dentro de un refugio secreto. El sonido exterior se amortiguó, dejando solo la melodía ochentera de la rocola que flotaba en el aire.
Me senté cerca de la barra con un helado de maracuyá. Su color vibrante resaltaba sobre la madera oscura de la mesa, y al probarlo, el sabor ácido y dulce a la vez explotó en mi boca como un estallido refrescante.
Justo cuando iba a sacar mi libro, una novela corta que compré al azar, una figura se interpuso en mi campo de visión. Era un hombre de piel tan blanca que el sol lo había marcado con un intenso tono rojo. Colorado, como solíamos llamarlos en Perú.
Se detuvo frente a mí, pidiendo permiso para sentarse.
—¿Puedo? —dijo, con una sonrisa que no tocaba sus ojos.
Un escalofrío me recorrió la espalda, y negué con la cabeza, mi voz perdida en algún rincón de mi garganta. La decepción cruzó fugazmente su rostro antes de desaparecer entre sus rasgos quemados por el sol, sin decir más, se alejó con grandes zancadas. Giré siguiendo su figura con la mirada mientras la distancia lo volvía cada vez más borroso.
Sentí la textura del helado derritiéndose entre mis dedos, el líquido frío se deslizó por mi piel antes de que lo lamiera con un suspiro. Volví a mi libro. La realidad del mundo exterior se fue difuminando entre sus páginas, envolviéndome en una historia que, por ahora, prefería habitar.
Pero la ficción no pudo sostenerme demasiado tiempo.
Un carraspeo interrumpió mi concentración. Levanté la vista, y ahí estaba de nuevo. El hombre colorado y esta vez no estaba solo. Junto a él, un hombre con uniforme policial se mantenía firme, con una expresión neutral pero imponente. Un instinto de alerta recorrió todo mi ser.
Algo que, si podía describir tal y como lo sentía, era el miedo y la confusión.
El hombre colorado me sonrió, un gesto controlado, pero tan amplio que se sentía premeditado. Su mirada tenía algo de diversión, como si tuviese calculada cada posible reacción mía.
—Buenas tardes, señorita —dijo el policía, su tono formal, aunque con un matiz de precaución—. Soy el agente Rodríguez y este hombre me ha contratado para conversar con usted. Ha solicitado mi presencia para garantizarle seguridad mientras hablan de un tema importante para él.
El aire en la tienda se volvió más pesado.
No respondí. A pesar de lo refrescante que fue el helado, ahora tenía la garganta seca. El colorado tomó la palabra y sin preámbulos, habló:
—Mucho gusto, señorita. Mi nombre es Adrien Giuseppe —su voz tenía un acento extranjero que no logré descifrar del todo, quizá italiano o portugués—. Estoy buscando una dama que me acompañe durante mis vacaciones en este pueblo costero. Antes de darme una respuesta, escriba en este cheque en blanco la cantidad de dinero que desea por acompañarme durante veintiocho días.
Colocó el cheque sobre la mesa junto a sus documentos de identificación y mi respiración se volvió irregular.







