La tarde cae suavemente cuando Sawyer llega con Poppy a la casa.
La pequeña lleva en brazos su mochila favorita, esa con orejas de conejo que ya está algo gastada, pero que no suelta por nada del mundo.
Sus rizos se mueven a cada paso y sus ojos brillan de expectación.
Apenas atraviesan la puerta, Sawyer siente que el aire de la casa es distinto: huele a limpio, pero también a calidez, a hogar.
Lucy está allí, esperándolos. Su turno en el hospital había terminado temprano, y aprovechó las horas para ordenar y dejar la casa lista para la llegada de la niña.
La alfombra del pasillo ya no tiene ni una mota de polvo, los cojines del sofá parecen invitar a sentarse, y hasta hay un florero con lirios frescos sobre la mesa.
—¡Lucy! —grita Poppy con una mezcla de emoción y alivio. Deja caer su mochila al suelo y corre hacia ella, lanzándose en un abrazo que Lucy apenas alcanza a recibir.
Lucy ríe, un sonido suave que llena la estancia.
—¡Cuidado, Pop! —advierte Sawyer, aunque su voz tiene