Thea continúa insistiendo, con el rostro endurecido y la mirada fría que siempre utilizaba cuando quería imponer su voluntad.
No había rastro de ternura, ni de amor maternal, solo arrogancia y cálculo.
—No te hagas la desentendida, Lucy. Sabes muy bien a lo que me refiero. —Su voz era firme, venenosa, como una daga clavándose con cada palabra—. Dime ahora y deja de armar este teatro. ¿Cuánto te hace falta para que tomes a ese neonato bastardo y desaparezcas de aquí?
Sacó su billetera con un movimiento elegante, como si estuviera a punto de cerrar una transacción millonaria.
—No tengo límite —continuó—, así que puedes pedir lo que quieras. Una casa, una propiedad, una mansión, dinero, ropa, lo que desees con tal de que desaparezcas de la vida de mi hijo.
Lucy la escuchó con los ojos muy abiertos, incrédula.
Nunca en su vida había pensado que alguien pudiera hablarle así, mucho menos la madre del hombre al que amaba.
Aquello no era solo una ofensa, era un golpe directo a todo lo que