Capítulo 4
ISABELLA

El auto se lanzó hacia adelante en un zigzag violento. Sentí que el corazón se me salía del pecho. Intenté tomar el volante, pero Claudia me quitó de un manotazo.

—¡Suéltalo si no quieres que nos matemos!

Le grité, desesperada. Pero no lo soltó. Al contrario, pisó el acelerador a fondo.

El estruendo del choque resonó cuando escuché el grito de Vincenzo.

—¡Isabella!

Soporté un dolor insoportable en las piernas y reuní fuerzas para responderle.

—Vincenzo… A… aquí estoy…

Escuché ruidos confusos, como un forcejeo, pero el tiempo pasaba y nadie venía a ayudarme. Hice un esfuerzo por abrir los ojos. Tenía la vista borrosa por la sangre, pero alcancé a ver que estaba sola en el auto.

Quien había gritado mi nombre no vino por mí. Mientras la conciencia se me desvanecía, caí en un sueño.

Soñé con la vez que Vincenzo voló hasta Caraville solo para verme, cuando intentaba conquistarme. En ese entonces, mi club de automovilismo no quería dejarme ir, así que, desesperado, le hizo una apuesta a mi mánager: si ganaba la carrera, me dejaría ir con él.

Yo iba de copiloto, pero aun así tuvimos un accidente. Perdió el control en una curva cerrada, rompió la barrera de contención y el auto rodó colina abajo.

En medio del desastre, me rodeó con sus brazos para protegerme, sin importarle terminar cubierto de heridas. El auto se detuvo al borde del acantilado, a punto de caer.

Entonces, usó las últimas fuerzas que le quedaban para sacarme del auto. Pero quedó con medio cuerpo fuera del auto destrozado, colgando sobre el precipicio. Casi muere.

Cuando el equipo de rescate por fin lo subió, yacía débilmente en mis brazos, murmurando, medio inconsciente, que se negaba a irse sin mí.

—Solo quieren sacarte hasta el último centavo… Yo solo quiero que estés bien… Siempre… te voy a cuidar… Ven conmigo, por favor…

Estaba a punto de decirle que sí cuando la escena empezó a distorsionarse.

***

Desperté. Al abrir los ojos, me di cuenta de que estaba en el hospital. La persona que estaba junto a mi cama me tomó la mano.

—¡Isabella! ¡Ya despertaste!

La enfermera, que me estaba cambiando el vendaje, también sonrió.

—Por fin despertó. El señor Cursley no se ha separado de usted ni un momento, estaba destrozado. Tiene mucha suerte de que sea su hermano.

No entendía nada.

—¿Hermano?

—Sí. ¿No es la hermana del señor Cursley? —preguntó mientras retiraba las gasas usadas—. Hasta la señora Cursley vino a verla esta tarde. No paraba de llorar, pobrecita. Nos pidió que le avisáramos en cuanto despertara.

El vaso que Vincenzo sostenía se hizo añicos. Fulminó a la enfermera con la mirada. Se llevó un susto tremendo, se calló y salió de la habitación.

Yo también me sobresalté con el ruido. Los recuerdos fragmentados de antes de desmayarme empezaron a encajar. Vincenzo había sacado a Claudia del auto y se había alejado, dejándome atrás mientras yo le pedía ayuda. Me abandonó.

Levanté la mirada hacia él. No podía ocultar el pánico en sus ojos. Sonreí. Mi voz salió ronca.

—¿Me vas a dar una explicación?

Vincenzo se quedó paralizado. Luego, me tomó las manos, nervioso.

—No es lo que parece. Es un malentendido. Claudia estaba muy mal, por eso yo…

—Está bien. Te creo.

Lo interrumpí. Mi voz, sin embargo, no tenía ninguna emoción. Las palabras se le atoraron en la garganta.

Seguramente esperaba que llorara y gritara, que le armara un escándalo exigiéndole una explicación de por qué salvó a Claudia primero, y por qué dejaba que otros pensaran que yo era su hermana y ella su esposa. Pero no hice nada de eso. No le iba a dar el gusto de dedicarle ni una expresión.

Quiso decir algo. Podía ver la culpa en sus ojos. En lugar de eso, cerré los ojos.

—Estoy cansada.

Me sostuvo la mano un largo rato. Luego dijo:

—Todo es mi culpa. No debí dejar que ella manejara. Ya la regañé por eso. Si sigues enojada, grítame o pégame, lo que quieras. Pero no te lo guardes.

Retiré mi mano de la suya y repetí, sin emoción:

—En serio estoy cansada.

Vincenzo se aterrorizó. Esa sensación de pérdida era como un vacío que lo consumía. Pero antes de que pudiera disculparse de nuevo, el médico de turno entró y le pidió amablemente que se retirara. Y lo hizo, aunque de muy mala gana.

Cuando por fin se fue, se me enrojecieron los ojos, pero ya no me quedaban lágrimas. Quizá mis sentimientos por él murieron en el momento en que descubrí que me había estado mintiendo. Me sequé los ojos y decidí volver a dormir. En cuanto despertara, lo iba a dejar.

Apenas había cerrado los párpados cuando escuché un alboroto en el cuarto de al lado.

—¿Y tú por qué sigues llorando? —gritó una mujer—. La de al lado es una piloto de carreras, se rompió las dos piernas y ya no va a poder manejar nunca, ¡y ni una lágrima ha soltado! ¡A ti solo se te torció un tobillo! ¿De qué tanto te quejas?
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