ISABELLA
Cuando desperté, la casa seguía vacía.
Tenía un mensaje de Vincenzo.
“Mi amor, hoy estoy demasiado ocupado y no voy a poder tomarme el día. Pero no te enojes. Mañana vuelvo a casa para estar contigo, no importa qué tan ocupado esté. También te compré un regalo. Espérame.”
Debajo de la notificación de su mensaje había otra de Claudia. Había enviado una foto hace una hora. Era una selfi de ellos dos en las aguas termales, pasándosela de maravilla. Sus sonrisas eran particularmente hirientes.
Apreté el celular con más fuerza; por poco no pude contenerme de marcarle en ese mismo instante para preguntarle si estaba muy ocupado cerrando un negocio o divirtiéndose con su “hermanita adoptiva”.
Sin embargo, al pensar en mi plan, me aguanté el enojo y le respondí con un “Ok”. Estaba bien que no volviera hoy. Así podría empezar a empacar sin tener que preocuparme por él.
Metí en una caja toda la ropa que me había regalado, lista para donarla a un albergue. Quité nuestros retratos de la pared y los pasé por la trituradora de papel. También le había escrito cien deseos en pequeñas notas, y las saqué todas para quemarlas en el balcón.
***
Al día siguiente, Vincenzo por fin llegó a casa. En cuanto me vio, dejó el pastel que traía en las manos y abrió los brazos mientras se acercaba a mí.
—¡Ay, vengo muerto! ¿Me das un abrazo para recargar energía?
Di un paso atrás, esquivando su abrazo con precisión. Él arqueó una ceja.
—¿Sigues enojada? No seas así. Ven, te tengo una sorpresa.
Sin esperar mi respuesta, me subió al auto. Condujo hasta el autódromo y, cuando intentaba entender por qué estábamos ahí, me bajó del vehículo.
—¿Te gusta? —preguntó, señalando el auto frente a nosotros.
Era un Ferrari totalmente personalizado, cubierto de arriba abajo con brillantes diamantes rosas. Era tan deslumbrante que después de un rato me lastimaba la vista.
Un grupo de personas estaba de pie junto al auto, mirándolo con envidia.
—¡Escuché que la personalización costó casi cien millones de dólares! ¡Es muchísimo dinero para un auto!
—¿Tú qué sabes de lo caro que es? ¿No sabes que el señor Cursley pegó cada diamante a mano? ¡Casi se queda ciego!
—¡Señora Cursley! ¡Venga a probarlo! Y después, ¿nos deja dar una vuelta? ¡El Don en serio la quiere, la consiente muchísimo!
Se me escapó una risa amarga. Todo el mundo conocía a Vincenzo como el hombre que consentía a su esposa sin límites, pero nadie sabía a quién consideraba él realmente “su esposa”. Era cierto que era un hombre apasionado, pero ese amor nunca había sido solo para mí.
Por fin tenía una manera de liberar todas las emociones que había estado conteniendo estos últimos días. Me senté en el asiento del conductor y pisé el acelerador a fondo. El Ferrari rosa salió disparado como un misil.
Di vuelta tras vuelta en la pista, conduciendo sin controlar mis emociones. Descargué toda mi ira, tristeza y frustración en el pedal.
Vincenzo me observaba desde el palco de observación con una sonrisa. No me quitó los ojos de encima ni un segundo.
En mi vuelta número cuarenta, lo vi haciéndome un corazón con los dedos. Me desconcertó tanto que de repente perdí el control del volante y el Ferrari se estrelló directamente contra la barrera de contención.
Un dolor agudo me recorrió los dedos de los pies. Ni siquiera había tenido tiempo de reaccionar cuando él corrió hacia el auto, abrió la puerta de un tirón y me cargó en brazos para llevarme a la sala de observación.
—¿Te duele mucho? —preguntó mientras sostenía con cuidado mi pie lastimado y limpiaba el corte con yodo—. Es mi culpa. No debí dejarte correr tanto tiempo.
Trataba mi pierna con delicadeza, como si fuera de cristal. La lástima en su mirada también parecía genuina. Sin embargo, yo solo sentí un escalofrío por todo el cuerpo y ganas terribles de vomitar.
Nunca imaginé que pudiera fingir tan bien que me amaba.
Al ver que estaba un poco ausente, me tomó de la mano y se inclinó para besarme.
Justo en ese momento, la puerta se abrió de golpe.
Él ni siquiera levantó la mirada. Agarró una botella de la mesa y la lanzó hacia la entrada.
—¡Largo de aquí!
Volteé y vi a Claudia parada en el umbral.
Solo entonces Vincenzo se dio cuenta de que era ella. Su expresión cambió por completo.
—¿Claudia? ¿Qué haces aquí?
Ella se llevó una mano a la marca roja de su frente y se mordió el labio, con un aura de fragilidad. Tenía algo de lodo en la ropa y se veía bastante desaliñada.
—Vine a buscar un asiento de bebé para el auto, pero me sentí cansada y pensé en descansar un momento… Perdón. ¡No quise interrumpirlos!
Luego se dio la vuelta y se fue corriendo, entre sollozos.
Vincenzo se quedó en silencio unos segundos. Después, me dio un beso rápido en la mejilla.
—Voy a ver qué le pasó, no me tardo nada. Vamos a estar aquí afuera. Si necesitas algo, me llamas.
Tomó el botiquín de primeros auxilios y salió corriendo, sin siquiera molestarse en dejarme ni una curita.
Unos minutos después, abrí la puerta lentamente. No había nadie. Definitivamente no estaban “justo aquí afuera”, como había dicho.
Me decepcionó, pero reprimí el sentimiento tan pronto como lo reconocí. Debí haberlo esperado.
Apoyándome en la pared, salí cojeando lentamente hacia la pista donde todavía estaba el Ferrari rosa. Me gustaba mucho, de verdad. Y como parecía que iba a llover, pensé que debía meterlo en el garaje para que no se mojara.
Sin embargo, cuando llegué al auto, me detuve en seco.
Apenas podía escuchar unas voces que salían del interior, pues las ventanillas no estaban bien cerradas.
A través del cristal, distinguí dos figuras. Vi a Vincenzo, con el ceño fruncido, mientras trataba con cuidado una herida de Claudia.
El auto se sacudió un poco y vi que ella se había subido a su regazo.
Vincenzo detuvo sus manos inquietas y le dijo con paciencia:
—Ni lo pienses. Acabas de dar a luz. Además, este auto es de Isabella…
—No importa. Ya me recuperé. Han pasado dos meses… ¿No quieres saber cómo me siento… aquí abajo?
Poco después, la respiración de Vincenzo se volvió agitada e irregular. Sus gemidos y murmullos se escapaban del auto. Me quedé paralizada en mi sitio, con la sangre helada.
Las llaves que tenía en la mano cayeron al suelo con un tintineo metálico.
Volví en mí de golpe y quise salir corriendo, pero enseguida me di cuenta de que nadie dentro del auto había oído nada.
Me reí. Me reí tan fuerte que empecé a llorar.
El auto seguía moviéndose de arriba a abajo. Me agaché, recogí las llaves y las arrojé a una alcantarilla.
***
Cuando Vincenzo volvió a abrir la puerta de la sala de observación, yo seguía sentada en el mismo lugar donde me había dejado.
Suspiró aliviado, se arregló el cuello de la camisa y se acercó.
—Vamos a casa.
Alcancé a ver la marca de una mordida reciente en un lado de su cuello. Sorprendentemente, esta vez ya no sentí nada.
Me negué a que me llevara cargando y cojeé hasta el auto. Sin embargo, cuando abrí la puerta del copiloto, vi que Claudia estaba en el asiento del conductor.
Vincenzo se apresuró a explicar:
—Claudia quiere volver con nosotros. Acaba de sacar su licencia y le vendría bien practicar. Tú que manejas mucho mejor que ella le puedes ir diciendo por dónde. ¿Está bien?
Antes de que pudiera protestar, ya me había empujado al asiento del copiloto.
Si en ese momento hubiera sabido que la licencia de Claudia era falsa, jamás me habría subido a ese auto.