Capítulo 5
ISABELLA

—¡No! ¡No quiero que me rompan las piernas! ¡No quiero!

Los gritos del niño resonaban por todo el pasillo. Podía escucharlos desde mi habitación.

“Espera, ¿piernas rotas?”

La idea me golpeó, como si algo hubiera estallado en mi cabeza.

Me agaché para tocarme las piernas, sintiendo el yeso duro que las envolvía. Todavía las tenía. Pero un instante después, el terror me atravesó al bajar más las manos y darme cuenta de que no sentía nada.

Daba igual si las golpeaba, las pellizcaba o les daba palmaditas. No sentía nada. En ese momento, mis piernas eran solo un objeto extraño, un adorno inútil pegado a mi cuerpo.

—No… Es imposible… No puede ser… —murmuré para mí misma mientras intentaba levantarme de la cama.

Apenas había logrado incorporarme unos centímetros cuando la pierna derecha me falló y caí al suelo. Entonces escuché la voz agitada de Vincenzo junto a la puerta.

—¿En serio no se puede hacer nada? ¡Toda su carrera depende de esto! Si no recupera la movilidad, ¿cómo va a…? ¡No sé cómo voy a decírselo!

—Depende de su recuperación —respondió el doctor, con un tono que mostraba cierta impotencia—. Pero, sinceramente, no le recomendaría volver a ese mundo. Si le pasara algo otra vez, las consecuencias serían terribles.

Hubo un breve silencio.

—Entiendo. Gracias —dijo Vincenzo.

Cada palabra fue como un martillazo que hizo añicos la poca esperanza que me quedaba. Se suponía que debía continuar con el legado de mis padres. Nací en una familia de pilotos de carreras. Mis padres habían sido de los mejores de su época y, justo antes de morir, me dejaron a cargo de la compañía de la familia.

Ellos esperaban que yo siguiera expandiendo el negocio y que mantuviera vivo su legado, que fuera un prodigio de las carreras por el resto de mi vida.

La primera vez que toqué un auto de carreras, cuando era apenas una niña, supe que ese era mi destino. Pero ahora, me estaban diciendo que nunca volvería a tocar uno. Para mí, eso era peor que la muerte misma.

Cuando Vincenzo regresó a la habitación, me vio tirada en el suelo y se apresuró a agacharse para ayudarme. Sin embargo, al ver mis lágrimas, se detuvo en seco.

—¿Escuchaste?

No lo miré y aparté su mano de un manotazo. Me temblaba la voz.

—¿Dónde está Claudia?

La expresión de Vincenzo cambió. Parecía preocupado, como si temiera que yo fuera a hacer una locura. Se apresuró a defenderla.

—Todavía es joven, no sabe lo que hace. Ya la regañé por querer manejar sin licencia.

—Ella también se lastimó. No la culpes por lo que pasó.

Lo miré, con los ojos enrojecidos por el llanto. Así que él siempre supo que Claudia no tenía licencia y, aun así, le permitió manejar mientras yo iba a su lado como su copiloto.

Me dieron ganas de reír. Sin embargo, las comisuras de los labios me ardían, como si las lágrimas que me corrían por las mejillas fueran de ácido. No podía dejar de llorar.

Incluso ahora, después de todo lo que había pasado, él seguía defendiéndola. Mi voz era apenas un susurro.

—¿Y yo qué? Si no puedo culparla a ella, ¿a quién culpo? ¿A mí? ¡Ya no puedo volver a caminar y tú todavía la defiendes!

Vincenzo arrugó la frente y respondió con impaciencia.

—Ya te dije que no lo hizo a propósito. ¿Por qué insistes en echarle la culpa?

Hizo una pausa y luego volvió a recriminarme, esta vez con un tono acusador.

—Además, tú no debiste intentar quitarle el volante. Si no hubieras hecho eso, nada de esto habría pasado. ¿Te has puesto a pensar que también tienes algo de culpa?

Sus palabras me dejaron sin aliento. Fue como si el suelo se hubiera abierto bajo mis pies. Un instante después, me eché a reír. Reí con tanta fuerza que parecía que estaba llorando.

Claro. Mientras Claudia estuviera involucrada, la culpa siempre sería mía. Hacía mucho que sentía un vacío en el corazón. Pero esta vez, fue como si me hubiera abierto las costillas para moler lo que quedaba de él hasta convertirlo en polvo.

Cerré los ojos.

—Estoy cansada. Ya te puedes ir —dije con debilidad.

Vincenzo se estremeció al ver la desesperación en mi cara. Fue entonces cuando pareció darse cuenta de lo hirientes que habían sido sus palabras. Quiso disculparse, pero no le salió ninguna palabra.

Durante los tres días siguientes, él no se apartó de mi lado. Me daba cada dosis de medicina y me preparaba todos los platillos que antes me encantaban. Incluso improvisó una cama junto a la mía y se despertaba cada vez que yo me movía durante la noche.

Yo, en cambio, me comportaba como una marioneta sin voluntad. Abría la boca cuando me daba la medicina y me levantaba cuando me ayudaba a incorporarme, pero nunca le dirigí la palabra ni lo miré a los ojos.

No pudo más y me lo dijo.

—Voy a casarme con Claudia, pero eh… Será una boda falsa.

Fue la primera vez que le respondí desde nuestra última conversación. Mi respuesta fue tranquila, casi indiferente.

—Bueno. Ahí estaré.

Vincenzo pasó saliva. Esperaba que yo llorara, gritara o le exigiera una explicación. Nunca se imaginó que me lo tomaría con tanta calma.

Se apresuró a darme una explicación. El pánico era evidente en su voz.

—Es que… La familia Marino le echó el ojo a Claudia y la quieren obligar a casarse con uno de ellos. Soy su hermano. No puedo ver cómo se casa con esa gente y arruina su vida. Así que pensé en anunciar públicamente que nos divorciamos y luego celebrar una boda con Claudia. Pero confía en mí, la boda será falsa, igual que el divorcio. Todo volverá a la normalidad en cuanto arregle las cosas con los Marino.

Me reí al escuchar su plan. No fue una risa amarga ni burlona. Fue una risa de alivio.

En ese momento supe que Alexander por fin estaba poniendo en marcha su plan. Vincenzo siempre me había dicho que los Marino eran unos monstruos inhumanos. Sin embargo, para mí, ellos eran mi única salida de esta situación asfixiante. Eran mi última esperanza.

Cuando Vincenzo vio mi sonrisa, su preocupación se desvaneció.

—No te preocupes. Tú eres la única en mi corazón. El otro día me pasé. Dime lo que quieras y lo haré, con tal de que dejes de estar enojada conmigo.

Se inclinó hacia mí, con una actitud que parecía al borde del llanto. Incluso su voz sonaba un poco gangosa.

Sabía que esa era mi debilidad; en el pasado, siempre había caído en su juego. Pero ahora, Vincenzo me parecía un completo desconocido. Me sentía tan indiferente que era como si mi corazón se hubiera convertido en piedra.

Miré sus ojos suplicantes y sentí ganas de carcajearme.

—De acuerdo. Si es así, dile a Claudia que se case con alguien más. Así también estaría a salvo, ¿no?

Su expresión se tensó. Sus labios temblaron un momento antes de curvarse en una sonrisa forzada.

—Ya, no empieces con tus cosas.

Intentó acariciarme la mejilla, pero me aparté para esquivarlo. Su mano se quedó suspendida en el aire, en un gesto torpe. Su expresión se volvió seria, y parecía que estaba a punto de perder la paciencia.

—Ella también es como tu hermana. ¿Cómo puedes estar celosa de ella? ¿No se te ocurre otra cosa que quieras? Pídela y la tendrás.

Seguí sonriéndole, a pesar de la amargura que sentía. Lo sabía. Sabía que sus juramentos y promesas no valían nada si Claudia estaba de por medio.

Borré mi sonrisa y mi voz se tornó seria.

—Solo estaba bromeando. Hagan lo que quieran. No necesitan informarme.

Vincenzo suspiró aliviado al ver que había concluido el tema. Volvió a sonreír y me dio una palmadita en la cabeza.

—Sabía que lo entenderías. Ya me voy. Descansa.

Luego se dio la vuelta y desapareció por el pasillo. En cuanto se perdió de vista, el último rastro de mi sonrisa también se esfumó. Así que por eso se había quedado conmigo, cuidándome con tanto esmero. No era por culpa ni para disculparse. Solo le preocupaba que yo hiciera un escándalo y arruinara sus planes con Claudia.

No pude evitar una risa amarga. Luego, tomé el celular de debajo de la almohada y llamé a Sophia.

—¿Ya está listo el acuerdo de divorcio?

Hubo un silencio al otro lado de la línea. Fue tan largo que por un momento pensé que se había cortado la llamada.

Entonces, ella habló, con un tono vacilante.

—Tú y Vincenzo no están casados. El certificado de matrimonio que me enviaste es falso.
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