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De Rota a Intocable

De Rota a IntocableES

Cuento corto · Cuentos Cortos
KarenW  Completo
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Resumen
Índice

Llevo ocho años casada con Elías Guerrero, un capo de la droga en México. Y justo hoy, en nuestro aniversario, me enviaron por WhatsApp una foto suya celebrando... con Lía, mi mejor amiga. En la imagen, parecían ellos los que estaban casados. En sus brazos tenía a Iván, mi hijo. Me quedé mirando la foto por un momento. Luego le escribí: «Qué bonito». Media hora después, Elías entró dando un portazo y su voz retumbó por toda la casa. —¿Por qué siempre tienes que tratar tan mal a Lía? Iván, mi propio hijo, se acercó empujándome con una mueca de disgusto. —Eres una mala mamá—me dijo—. Ojalá la señorita Lía fuera mi mamá de verdad. No reaccioné. Fui directo al cajón, saqué el fajo de papeles que llevaba un tiempo preparando y lo dejé sobre la mesa. —Está bien —les dije con la voz serena—. Todo es culpa mía. ¿Ya puedo irme?

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Capítulo 1

Capítulo 1

En mi octavo aniversario de bodas, mi mejor amiga me envió un regalo por WhatsApp.

Era una fotografía.

Estaba recostada en un sofá, con una copa de vino en la mano, sonriendo como si el mundo entero le perteneciera. Iván, mi hijo, estaba acurrucado a su lado, como si aquello fuera lo más normal del mundo, y, al otro lado, estaba Elías, con su mano descansando con demasiada confianza sobre el muslo de Lía.

Parecían una familia feliz. Una de esas que se ven en los anuncios.

Me quedé mirando la imagen un momento, antes de escribir: «Qué bonito».

Media hora después, Elías entró dando un portazo y su voz retumbó por toda la casa.

—¿Por qué siempre tienes que tratar tan mal a Lía? ¡Siempre con tus burlas, siempre echándole la culpa de todo, como si tú nunca hicieras nada mal!

No reaccioné.

Iván, mi propio hijo, se acercó empujándome con una mueca de disgusto.

—Eres una mala mamá—me dijo—. Ojalá la señorita Lía fuera mi mamá de verdad.

Ya ni siquiera me dolía.

Fui directo al cajón, saqué el fajo de papeles que llevaba un tiempo preparando y lo dejé sobre la mesa.

—Está bien —les dije con la voz serena—. Todo es culpa mía. ¿Ya puedo irme?

***

Había tenido esos papeles guardados en el cajón desde hacía tanto que ya ni recordaba cuándo los había impreso.

Los tenía por si acaso.

No era porque no amara a Elías, ni porque no hubiera querido que nuestra familia funcionara. Pero no era tonta. Había visto las señales: la distancia entre nosotros, las miradas furtivas al celular, esos huecos en su agenda que nunca me explicaba del todo…

Aun así, siempre había sido un buen padre para Iván. Y, durante un tiempo, también lo había sido conmigo.

Le di un margen.

Una segunda oportunidad. Tal vez incluso una tercera. Y, como ese día era nuestro aniversario número ocho, me dije que esperaría una vez más —solo una— para ver si esta vez me elegía a mí.

Dijo que pasaría a buscar a Iván temprano por la escuela, y que volvería directo a casa. Así que cociné mi especialidad: res asada. Ese era su plato favorito, o, al menos, eso decía él. Incluso pasé por la pastelería para comprar el pastel helado que más le gusta a Iván. Pero, cuando el reloj marcó la medianoche, la comida ya estaba fría y el pastel se había derretido.

Entonces me llegó la foto.

Lía sonreía como si estuviera celebrando su propio aniversario. Parecía radiante y triunfante.

Por eso caminé hacia el cajón y saqué los papeles.

Cuando Elías por fin los vio, se detuvo en seco.

—¿Me estás pidiendo el divorcio porque llevé a Iván a ver a Lía? —inquirió, frunciendo el ceño—. Sabes lo mal que la ha pasado desde que sus padres murieron en ese tiroteo. Te dije que pensaba visitarla hoy.

—No —le respondí con frialdad—. Nunca lo mencionaste. O quizás estabas demasiado ocupado con ella como para recordar que yo también existo.

Él cambió el tono de voz, como siempre hacía cuando quería suavizar la situación:

—Está bien. Fue mi culpa. Perdí la noción del tiempo. Pero no exageres solo porque fui a ver a Lía. —Se acercó a la mesa y levantó un plato aún intacto—. Déjalo. Yo me encargo. Ve a descansar un poco. Mañana te llevaré al restaurante que tanto te gusta,

Otra vez con la misma disculpa.

Era el mismo ciclo de siempre: desaparecía, se olvidaba y luego volvía con palabras dulces y disculpas ensayadas, actuando como el esposo perfecto, como si todo estuviera bien.

Durante años lo había dejado salirse con la suya.

Pero esa noche... fue distinto.

No me moví, no suavicé el gesto de mi rostro ni le sonreí diciendo: «Está bien, pero no vuelvas a hacerlo.» Si no que me mantuve firme.

—Ya firmé la última hoja —le dije con calma—. Si tienes alguna duda, mi abogado se pondrá en contacto contigo.

Elías estrelló el plato contra el suelo, como un niño haciendo un berrinche.

—¿Ya terminaste? —me soltó, furioso—. Siempre estás arruinando todo a tu alrededor. Siempre te haces la víctima. Siempre eres tan egoísta.

Miré los pedazos rotos en el piso.

—Piensa lo que quieras —le contesté—. Pero yo no voy a seguir viviendo así.

Bufó con desprecio.

—Ni se te ocurra decir que estuvo mal que la visitara. Se te olvida que fuiste tú quien la convirtió en lo que es. Iván y yo solo... estábamos reparando el daño que tú le hiciste.

¿Reparando el daño... en mi nombre?

Parpadeé despacio.

¿Y exactamente qué se suponía que debía lamentar yo?

***

Lía había sido mi mejor amiga.

Crecimos juntas, y, al principio, éramos solo nosotras, por lo que éramos inseparables. Luego empecé a salir con Elías, y pasamos a ser tres. Tres chicos nacidos en rincones distintos del mismo mundo turbio.

Mi familia manejaba unos casinos. La de Elías estaba en el negocio de las drogas. Y los padres de Lía… proveían las armas que alimentaban todo el sistema.

Una vez, hacía años, su familia había organizado una reunión secreta en uno de los casinos de mis padres. Un negocio al que los adolescentes no debían acercarse. Pero éramos jóvenes, imprudentes y curiosas.

Cuando Lía dijo que quería ir con sus padres al casino, no lo dudé. Le dije que sí.

Terminamos en una de las salas comunes, las dos solas, tomando refresco, chismeando y riéndonos de tonterías.

Hasta que mi madre me llamó para ayudarle con algo.

Recuerdo haberla mirado una última vez antes de irme, todavía sentada, balanceando las piernas en el sofá aterciopelado.

Cuando volví, ya no estaba.

Asumí que se había ido con sus padres. No era raro que no nos despidiéramos.

No fue hasta el día siguiente que Elías llegó golpeando la puerta de mi casa con furia.

Golpeó la puerta una y otra vez hasta que abrí. Tenía el rostro desencajado.

—¿Cómo pudiste? —me gritó—. ¿La entregaste así nomás? ¿La trataste como a una cualquiera, como a una más de las mujeres que desfilan por ese casino? ¡Era tu mejor amiga!

Me quedé helada. No entendía lo que me decía.

¿A Lía le había pasado algo?

Más tarde, mis padres me hablaron en voz baja, con la cara sombría. Me dijeron que Lía había terminado, no sabían cómo, en una de las salas VIP. Una de esas reservadas para hombres poderosos... y peligrosos.

Uno de ellos la había ultrajado y humillado.

Cuando sus padres se enteraron, exigieron venganza. Lamentablemente, murieron por ello. Fueron asesinados por el mismo jefe mafioso al que se atrevieron a enfrentar.

Pero yo no lo sabía. Estaba en otra sala, ocupada con otra cosa. No tenía idea de lo que había pasado mientras había estado ausente.

Y luego Lía contó otra versión.

Dijo que yo la había llevado a propósito. Que la había entregado a ese hombre para congraciarme con él. Que todo había sido un plan macabro. Que la había vendido como una mercancía.

Intenté explicarme y defenderme. Pero no había cámaras y mucho menos pruebas. Solo era mi palabra contra la suya.

Y en este mundo, la voz de una víctima siempre suena más creíble.

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