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Inquilinos del mismo abismo

Christopher

Nunca creí que compartir una casa con alguien pudiera sentirse como una forma de exilio. Y sin embargo, la mansión de los Whitmore —esa que antes me parecía tan desproporcionadamente silenciosa— hoy resonaba con la incomodidad de un pacto no hablado, de una guerra sin disparos.

Dos días después del matrimonio, me mudé a la habitación contigua a la de Emily. No se trató de una decisión conjunta, ni de un acuerdo explícito. Simplemente entendí que no había otro lugar donde estar. No podía ocupar la habitación de Daniel. No podía compartir cama con una mujer que apenas podía sostener mi mirada. Y no podía marcharme, porque ahora éramos lo que los abogados llaman “unidad familiar”. Una figura legal sin alma.

La habitación que elegí solía ser una sala de lectura. Había una estantería empotrada con libros polvorientos que nadie tocaba desde hacía años. Una ventana que daba al jardín trasero, donde los sauces parecían llorar de forma crónica. Un diván que no invitaba al descanso. Y una cama que crujía con cada movimiento, como si protestara por tener que ser testigo de lo que estaba ocurriendo.

Llevé pocas cosas. Un par de camisas. Mis cuadernos. Un frasco de pastillas para el insomnio que no tomaba desde la guerra, pero cuya sola presencia me hacía sentir menos vulnerable.

Y silencio. Mucho silencio.

Emily apenas salía de su habitación. La escuchaba moverse al amanecer: pasos lentos, cansados, como si el embarazo le pesara más en el alma que en el cuerpo. A veces bajaba a la cocina. Preparaba té. Lo dejaba olvidado en la encimera. Luego volvía arriba, como si el mundo no tuviera nada más que ofrecerle.

Yo trataba de no estorbar.

Me convertí en un fantasma discreto. Caminaba sin hacer ruido. Cerraba las puertas suavemente. Fingía no escuchar cuando su cuerpo se arqueaba por las náuseas, cuando vomitaba a escondidas en el baño del pasillo. Fingía que no me importaba. Que no me afectaba. Pero me afectaba. Y mucho.

Una mañana —llovía, como casi todos los días desde que Daniel murió— fui a la farmacia del pueblo. Pedí algo para las náuseas. Nada fuerte. Algo que pudiera tomar sin riesgo. La farmacéutica me reconoció. No por mí, claro. Por el apellido. “Qué tragedia lo de su hermano”, murmuró con una pena artificial. Le sonreí por compromiso. Pagué. Salí.

Cuando regresé, ella dormía. O fingía dormir. Dejé la caja sobre su mesita de noche, junto a una nota que apenas decía: No tiene cafeína. Es seguro. Espero que ayude.

Nunca supe si lo leyó. Nunca pregunté.

Aquella noche, mientras acomodaba mis cosas, encontré un sobre que no recordaba haber guardado. Estaba dentro de uno de mis libros de juventud, como si hubiera querido esconderlo incluso de mí mismo. Era la última carta de Daniel. No la que envió a mi madre, ni la oficial para Emily. Una privada. Para mí.

La abrí con manos temblorosas.

“Chris,

Si estás leyendo esto, entonces pasó lo que ambos sabíamos que podía pasar. Supongo que ahora entiendes por qué te pedí que volvieras a casa. No es solo por mamá. Ni por el apellido. Es por Emily.

Te ruego una sola cosa: no la dejes sola. No como yo la dejé. Ella finge ser fuerte, pero en realidad se está rompiendo. Lo supe desde el día en que me fui. Y cada carta que recibí solo lo confirmó.

No espero que la ames. No tienes por qué. Pero cuídala, Chris. Cuídala como si fueras yo.

No por mí. Por ellos.

D.”

Leí la carta tres veces. Cada palabra era una daga envuelta en tela. Mi hermano me pedía que me convirtiera en él. Que protegiera lo que él no pudo. Que amara —o al menos cuidara— a una mujer que ni siquiera podía mirarme sin recordar que yo era todo lo que Daniel ya no era.

Cerré los ojos. Apoyé la frente en la pared. Sentí las fisuras. La humedad atrapada entre el yeso. Y me permití sentir, por primera vez desde que volví, un miedo infantil.

No al futuro.

A fallarle.

No dormí.

A las tres de la mañana, la escuché llorar.

No fue un llanto escandaloso. Era ese tipo de llanto que solo las mujeres rotas saben sostener: sin sonido, con el cuerpo encogido, con el alma filtrándose entre sollozos reprimidos. Me acerqué a su puerta. La entreabrí apenas, sin hacer ruido.

Estaba sentada en el borde de la cama. Sostenía una camiseta entre las manos. Reconocí esa camiseta. Era de Daniel. Azul, con el cuello gastado. Ella la apretaba contra su rostro, como si pudiera absorberlo, traerlo de vuelta, arrancarlo del abismo.

Su vientre era redondo. Vulnerable. Sus hombros, temblorosos.

Me quedé allí.

No toqué la puerta.

No la consolé.

No dije nada.

Solo observé.

Y, por primera vez, entendí que no estábamos viviendo juntos.

Éramos dos inquilinos del mismo abismo.

Dos cuerpos flotando en casas separadas, fingiendo que la muerte no se había instalado en la sala.

Esa noche, me acosté en mi cama. Escuché su llanto hasta que amaneció.

Y no hice nada.

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