Emily
Nunca imaginé que el día de mi boda sería una especie de castigo legal. Una firma. Un trámite. Un recordatorio implacable de que la vida, cuando decide hundirte, no lo hace con estruendo... lo hace con silencio.
El cielo estaba encapotado aquella mañana, como si incluso el sol se negara a presenciar la farsa. No había flores. Ni música. Ni sonrisas. Solo el eco de mis propios pasos al bajar por la escalera de la casa familiar de los Whitmore, esa mansión en la que cada rincón olía a poder antiguo, a secretos acumulados y a un linaje que nunca fue mío.
Eleanor había ordenado todo con la precisión de un cirujano. Cada silla blanca dispuesta en línea recta. La mesa pulida hasta el brillo. La presencia del juez, un viejo amigo de la familia, contratado no para bendecir una unión sino para garantizar un documento firmado. Ella caminaba por la casa como quien vigila una obra de arte valiosa a punto de ser vendida. Fría. Práctica. Exacta.
Yo, en cambio, me sentía como una sombra vestida de marfil. Había elegido un vestido sencillo, sin encaje, sin cola, sin ilusión. No quería parecer una novia. No quería parecer nada.
Christopher llegó una hora antes, vestido con un traje gris oscuro que parecía hecho a su medida y a la de su nueva vida: impecable, austero, irreprochable. No me buscó con la mirada. Se mantuvo distante, como si compartiéramos una habitación pero no un destino.
Me encerré en el baño del segundo piso minutos antes de que todo comenzara. Me miré al espejo.
Y no me reconocí.
Mis ojos estaban hundidos. Mi piel, pálida. Tenía los labios agrietados, el vientre abultado bajo la tela del vestido, y una expresión que me recordó a las mujeres que veía en las salas de espera de los hospitales: resignación absoluta.
Lloré.
No a gritos. No de forma dramática. Lloré como se llora cuando ya no queda nada. Cuando no se espera consuelo. Cuando el llanto es solo una última forma de respirar.
Alguien golpeó la puerta.
—Emily —la voz de Eleanor, suave como un cuchillo envuelto en seda—. El juez está listo.
Me limpié el rostro con el dorso de la mano. Me enderecé. Salí.
La sala estaba en silencio. Solo dos testigos, empleados del despacho legal de los Whitmore. Un juez. Eleanor sentada al fondo, erguida, orgullosa, como si esto fuera una victoria.
Y él.
Christopher no me sonrió. No me ofreció el brazo. Solo me sostuvo la mirada cuando me acerqué. Me pareció más pálido que de costumbre. Sus ojos estaban cansados, pero había algo en ellos… algo que se parecía, solo un poco, a la culpa.
El juez habló.
Leía las cláusulas, las fórmulas legales, como quien recita un ritual sin fe. “¿Acepta usted, Emily Harper, contraer matrimonio con Christopher Whitmore, bajo los términos estipulados…?”
Sí.
Una palabra seca. Salió de mis labios sin pasar por mi alma.
“¿Acepta usted, Christopher Whitmore…?”
Él también dijo que sí. Sin vacilar. Como si ya lo hubiese dicho muchas veces, aunque fuera solo para sí mismo.
Firmamos.
Él primero. Luego yo.
Y así, sin testigos reales, sin promesas sinceras, sin bendiciones ni futuro, me convertí en la esposa del hermano de mi difunto prometido.
El juez cerró la carpeta. Eleanor aplaudió una sola vez, como si marcara el fin de una obra. Nadie más se movió. Nadie nos abrazó. Nadie nos deseó felicidad.
—Ahora todo está en orden —dijo ella, acercándose a mí con una copa de champán que no acepté—. Los niños llevarán el apellido Whitmore. Tendrán lo que les corresponde. Has hecho lo correcto, Emily.
La miré sin decir nada. Si abría la boca, habría gritado.
Christopher se acercó después de unos minutos. Sus manos estaban en los bolsillos. No sabía si hablarnos nos haría más o menos extraños.
—Necesito que entiendas algo —dijo en voz baja, para que Eleanor no oyera—. No espero que finjas nada. No voy a tocarte. Ni exigirte una vida que no quieres.
—¿Y qué es lo que quieres entonces? —pregunté, sin dulzura.
—Que podamos protegernos. Tú a los niños. Yo a ti. Y, si se puede, que no nos destruyamos en el proceso.
—Eso no suena a matrimonio.
—No lo es —contestó, sin rastro de ironía—. Es una tregua.
Lo miré. Por un segundo creí ver al niño que alguna vez fue. A ese que Daniel cuidaba. Al que no sabía cómo quedarse en un lugar sin sentirse exiliado.
—¿Y qué pensará la prensa? —pregunté—. ¿Y la ciudad? ¿La familia?
—Lo que Eleanor quiera que piensen —respondió él—. Hará correr la versión adecuada. Que esto fue un acto de amor. Que nos acercamos por el bien de los niños. Que no pudimos resistirnos al destino.
Solté una risa seca.
—¿Y tú crees en eso? ¿En el destino?
—No. Pero ella sí.
Me senté en el sofá, cansada. El vestido comenzaba a apretarme, como si el tejido sintiera la farsa y quisiera escapar. Christopher me ofreció un vaso de agua. No lo tomé.
Pasamos el resto del día como desconocidos en una casa común. Eleanor desapareció, satisfecha. El juez se marchó. Los testigos firmaron sus papeles y se fueron sin siquiera mirarnos.
Al atardecer, me encerré en la habitación que Daniel y yo habíamos compartido durante los veranos. La habitación que ahora se convertiría, probablemente, en una celda matrimonial.
Pero Christopher no subió.
No esa noche.
Y eso, más que cualquier gesto, fue lo que me desarmó.
Porque si me hubiera buscado, si hubiera intentado tocarme, gritaría. Me defendería. Lucharía.
Pero no lo hizo.
Y su ausencia fue aún más brutal que su presencia.
Me senté frente al tocador. Me miré otra vez al espejo. Ya sin lágrimas. Ya sin ilusión.
Y me susurré a mí misma, como quien se da el pésame:
—Ese día no hubo besos, ni arroz, ni música. Solo un frío legal que se me incrustó bajo la piel.