Christopher
No recuerdo exactamente cuándo empecé a detestar la palabra “padre”.
Quizá fue la primera vez que vi a mi padre entrar por la puerta con la mirada perdida, la camisa arrugada y olor a bourbon seco, mientras mi madre fingía no verlo, y Daniel me sujetaba del brazo como si, en ese gesto mínimo, pudiera protegerme de un mundo que ya venía descompuesto desde la raíz.
O tal vez fue mucho antes. Antes incluso de tener memoria.
Al final da igual. Lo que importa es que la palabra se me clavó como una condena invisible. No la pronuncié en voz alta durante años. Y cuando lo hacía, sonaba más a diagnóstico que a promesa