Tragedia en las Manadas
Tragedia en las Manadas
Por: Camila Mendoza
Capítulo 01
Desde que perdí mi alma de loba, ya no recibía invitaciones a las fiestas de las manadas nobles. Por eso me sorprendió cuando hoy, después de tanto tiempo, me llegó una invitación digital a una boda.

Era de Victoria Vázquez, mi hermanastra. Al abrirla, vi el nombre del compañero: Daniel González…

Mi compañero destinado.

Victoria, como si se burlara de mí, también me había enviado un enlace para ver la transmisión en vivo.

Lo abrí, justo a tiempo para ver cómo Daniel le entregaba un anillo de diamantes. Ella iba vestida con un pomposo vestido dorado, luciendo radiante. Sonreía tímida, sonrojada, y extendió la mano para que él le pusiera el anillo. Pero, antes de que pudiera bajarla, Daniel ya le había levantado el velo con urgencia y la apretó fuertemente contra su pecho.

Se besaron apasionadamente entre los vítores de los invitados. Victoria temblaba entre sus brazos, con las piernas tan débiles que apenas podía sostenerse, mientras que Daniel no parecía dispuesto a soltarla.

En ese momento, se olvidó de todo: de mí, de que estaba embarazada… de que todavía vivía en su casa.

Mucho después, Victoria me escribió:

«Ups, perdón, Regina, te lo mandé por error».

Sin pensarlo demasiado, llamé a Daniel.

—¿Dónde estás? —pregunté, casi en susurro.

Él soltó una risa burlona.

—Obvio que en el trabajo. ¿Qué pasa, no puedes vivir sin un hombre? ¿Otra vez estás intentando espiarme? Estás embarazada. ¿No puedes comportarte por una vez? ¿De verdad estás tan desesperada por amor?

Sin decir palabra, le reenvié el enlace del video en vivo.

Al instante, su tono cambió. Se puso a la defensiva.

—Victoria fue envenenada con acónito. Solo quise cumplirle su último deseo. No lo entiendes, nos estás juzgando mal. ¿Tú sabes si te fui infiel o no?

Había olvidado que había sido yo quien había sacrificado su alma de loba para salvarle la vida.

Desde entonces, yo solo era una humana, sin vínculo, sin poder… sin importancia.

Del otro lado del teléfono, su voz seguía sonando, clavándose en mi pecho como cuchillos:

—Victoria me cuidó cuando estaba al borde de la muerte. Esto es una forma de agradecerle. Solo una mujer podrida como tú podría pensar que todo se trata de sexo o amor.

Pero algo en mi interior, esa última esperanza que se negaba a morir, me hizo hablar con la voz entrecortada:

—Daniel... hoy es mi cumpleaños...

Él guardó silencio unos segundos; como si por fin recordara. Pero, antes de que pudiera decir algo más, alguien le quitó el celular.

—¿Puedes dejar de ser tan patética, Regina? —la voz de mi padre, Jesús Vázquez, resonó con frialdad—. Victoria no tiene mucho tiempo. ¿De verdad vas a pelear con una persona enferma?

Victoria se acomodó dulcemente en el pecho de Daniel y dijo:

—Ya, no se enojen. Ustedes saben cómo es Regina. Hoy es el día más importante de mi vida... no dejemos que lo arruine.

Y así, con esa última frase, calmó a los dos hombres que alguna vez debieron protegerme.

Con la bilis en la garganta, colgué.

La noche seguía ahí afuera, fría y silenciosa, y yo estaba sola; como una bufona que nadie recordaba.

Pasó una semana entera y nadie regresó a casa. Nadie llamó, ni me preguntó cómo estaba.

Tenía doce años cuando mi padre llegó con su nueva esposa y su hija, una niña que me sonreía como si no viniera a arrebatarme todo.

Ese día entendí que mamá no había muerto de enfermedad, sino que murió con el corazón hecho trizas.

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