Daniel levantó la daga que yo misma le había forjado.
Esa misma que, en el pasado, terminó causando la pérdida de nuestro hijo.
Apretó el mecanismo oculto en el mango.
Y apuntó directamente hacia Victoria.
—¡Daniel, no! —gritó Natalia, fuera de sí—. ¿Qué estás haciendo con mi hija?
¡Ella no tuvo la culpa de nada! ¡Fuiste tú quien destruyó a Regina!
Pero Daniel ya no escuchaba.
Activó el rociador.
Un gas rojizo salió disparado, envolviendo a Victoria.
Sangre de lobo venenosa.
Una fórmula mejorada que yo misma diseñé para protegerlo en combate.
Una vez que entra en contacto con la piel de un licántropo… no hay antídoto.
Victoria soltó un chillido desgarrador, sujetándose el rostro.
—¡Me quema! ¡Duele! ¡Ayúdenme!
Natalia rugía como una fiera, desesperada:
—¡Maldito! ¿¡Qué le estás haciendo a mi hija!?
Daniel se giró, temblando.
Su expresión estaba desfigurada.
—Sí.
Todo esto fue culpa mía.
Yo herí a Regina.
Yo perdí a nuestro hijo.
—Pero si voy a arder…
¡ustedes van a arder conmigo!
Se la