Sophia aprovechó que otra persona estaba cocinando para retomar con su tejido. Tomó la bufanda todavía sin terminar y continuó con el vaivén de la aguja de crochet.
—¿Siempre tejes sola? —preguntó Gabriel de pronto, observándola sobre el hombro.
—Casi siempre —respondió Sophia, sin levantar la vista del tejido—. Es una de esas cosas que es mejor hacer sin compañía. Como llorar, o leer poesía rusa.
Esa última declaración sorprendió a Gabriel.
—¿Poesía rusa? —repitió, alzando una ceja mientras cortaba el apio en rodajas finas—. Eso sí que no me lo esperaba.
Sophia sonrió sin apartar la vista de su tejido.
—Lo sé. No doy el perfil de alguien que lee a Anna Ajmátova a las tres de la mañana con una linterna bajo las sábanas. Pero supongo que nunca encajé del todo en ningún molde. Por eso estoy como estoy…
—Bueno, ahora que lo dices… —Gabriel dejó el cuchillo a un lado y se giró para mirarla con una expresión más suave—. En el fondo, creo que siempre lo supe. Que eras distinta, quiero decir