El departamento de John era un oasis caótico: estanterías con libros desordenados, una guitarra eléctrica recostada sobre un sillón y el olor tenue a café recién hecho colándose entre los espacios. Sophia siempre había sentido que ese lugar le recordaba su infancia, aunque nunca hubieran vivido juntos de adultos. Había algo en la luz, en el desorden amable, en la taza de cerámica mal reparada que él usaba desde hacía años.
—¿Quieres té o café? —preguntó John desde la cocina, sin asomarse.
—Café está bien —respondió Sophia, mientras se sacaba el abrigo—. Pero con poca azúcar, por favor.
—Lo sé, no soy nuevo.
Ella sonrió apenas. Se sentó en la silla alta junto a la barra, observando cómo su hermano preparaba todo con precisión desganada, como quien conoce demasiado bien la rutina. Le pareció más cansado de lo habitual, con el ceño fruncido incluso antes de que comenzaran a hablar.
—¿Y entonces? —preguntó él al fin, dejando su taza frente a ella—. ¿Cómo estás?
—Bien. Cansada. Esta semana