El viento soplaba con una intensidad irregular, cargado de polvo, de hojas secas, y de esa electricidad estática que antecede a las tormentas que no terminan de llegar. El cielo era una losa de nubes grises. En el campo de entrenamiento de la selección, las voces quedaban atrapadas en el aire, disueltas entre silbatos, zancadas y el golpe sordo de los cuerpos contra el césped.
El equipo nacional entrenaba con una intensidad que rozaba la obstinación. Algunos tenían barro hasta las orejas. Otros, camisetas rasgadas, raspones, sangre seca en las canillas. Pero nadie cedía. Ni siquiera cuando el viento les empujaba la respiración de vuelta a los pulmones. Thomas era uno más en esa coreografía feroz, aunque en su mirada había un fondo más oscuro, más tenso. Cada movimiento suyo era como una excusa para no pensar.
Tres pitidos secos y cortos partieron el aire como un látigo.
—¡Listo! ¡A las duchas! —gritó Phillip, el Head Coach, con una voz que mezclaba autoridad y cansancio.
Los jugadores