El calor era una cosa espesa y absurda. Octubre no tenía derecho a sentirse como enero, y, sin embargo, allí estaba Sophia, con la espalda pegada al asiento del coche y la frente húmeda a pesar del aire acondicionado que luchaba por no rendirse. Se bajó del auto frente a la casa de John con pasos firmes, aunque la idea de lo que podían encontrar le revolvía el estómago como un mal presagio.
John abrió antes de que tocara el timbre. Llevaba una remera de los Rolling Stones desteñida y un vaso de agua con hielo en la mano.
—Estás roja —dijo, medio en broma, medio preocupado.
—Está insoportable afuera —respondió Sophia, entrando—. Esto no es normal para octubre. Ni siquiera el viento es viento. Es como si el aire estuviera cansado de moverse.
John sonrió de lado mientras cerraba la puerta detrás de ella.
—Nos vamos a cocinar en Navidad. Y en Año Nuevo ni hablemos. Vamos a tener que enfriar el helado con un extinguidor.
—Si sobrevivimos hasta entonces —dijo ella, más en serio que en broma