El miedo tiene voz

El apartamento estaba en silencio, pero no era un silencio apacible. Era denso, como si algo invisible se hubiera quedado suspendido en el aire, esperando. Sophia caminaba con una taza de té entre las manos. La dejó sobre la mesa sin probarla. Afuera, el cielo estaba teñido de un gris plomizo, igual que sus pensamientos. Por fin las ansiadas lluvias de primavera iban a llegar.

Gabriel no tardó en llegar.

Entró como siempre: sin tocar la puerta, sin anunciarse, como si la casa fuera suya. Venía con una sonrisa que parecía tallada a fuerza de práctica, y un ramo de flores demasiado perfumadas.

—Para ti —dijo, extendiéndolas como quien ofrece una bandera blanca.

Sophia las tomó sin entusiasmo y las dejó en la cocina. No tenía ánimo para juegos de apariencias. Ni para él.

—¿Sabes qué estaba pensando? —dijo ella, volviendo al salón—. Ayer dijiste que nunca estuviste en Madrid. Pero hace una semana contaste que viviste allí dos años…

Gabriel parpadeó.

—¿Sí? Qué raro… —se encogió de hombros—
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