El aire en la sala de interrogatorios no era solo frío; era denso, pesado con la amenaza de la verdad no dicha. Alexander Blackwood estaba sentado, con las esposas quitadas temporalmente, frente a una mesa de acero que parecía diseñada para confesar crímenes de guerra, no simples delitos financieros.
El foco en el techo no solo le quemaba la piel, sino que proyectaba las sombras de los dos policías silenciosos y musculosos sobre la pared, figuras gigantes y deshumanizadas.
El Sargento Doyle entró con una carpeta de cartón manila en la mano. Su sonrisa, la misma mueca torcida de la noche anterior, ahora tenía un matiz más oscuro.
—Sr. Blackwood —comenzó Doyle, dejando caer la carpeta en la mesa con un golpe sordo—. Olvídese del “desacato”. Nadie aquí está jugando a las multas. Estamos hablando de homicidio. Homicidio en primer grado.
Alexander mantuvo la mirada firme, a pesar del temblor en sus piernas por el dolor acumulado. —Es un accidente automovilístico trágico, Sargento. Ya he da