La noche había pasado como un sueño sin pesadillas. Por primera vez en dos años, Alexander Blackwood no había despertado gritando, ni buscando la manta que le recordara el frío de la soledad. Se despertó con el calor vivo, real y suave de Camila a su lado.
El sol de Miami, filtrándose a través de los ventanales blindados del penthouse, no era ya una luz cruel que revelaba su desorden, sino una suave promesa. El mármol frío del suelo y el cromo pulido de la suite de Alexander habían sido sustituidos por una calidez desconocida, humana.
Camila estaba acurrucada contra su costado, su cabello castaño esparcido sobre la almohada de seda, su respiración suave y rítmica. Alex la observó, estudiando las líneas de su cuello, la curva de su hombro. No era solo la belleza, que era innegable y perfecta para él; era la paz que ella había traído. El fantasma de Isabella se había alejado lo suficiente como para permitir que el presente respirara.
Se movió, y Camila suspiró, abriendo sus ojos, esos p