El ascensor privado del ático se abrió con un siseo, y Camila Ríos entró en un mundo que no era la oficina. La luz, filtrada, era un ámbar cálido que suavizaba los bordes afilados del diseño minimalista. La brisa de la noche de Miami acariciaba las cortinas de seda, y el silencio era tan espeso que casi se podía cortar.
Alexander Blackwood, con una camisa de seda negra abierta en el cuello y pantalones oscuros, estaba de pie junto a la barra de mármol. Había algo peligrosamente informal en su vestimenta. Estaba sirviendo dos copas de Borgoña.
—Llegas puntual, Señorita Ríos —dijo Alex. Su voz era grave, menos cortante que en la sala de juntas, pero con una resonancia que exigía atención—. Toma asiento. Esto es la primera “sesión” de pertenencia. Y comienza con una cena.
Camila se acercó con la compostura de una estatua griega, perfectamente profesional.
—El acuerdo establece que debo seguir sus directrices, Señor Blackwood. Sin embargo, no incluye la socialización. Mi deber es su biene