Antes de entrar al escenario Maribel tenía los nervios a flor de piel. Las luces en la tarima eran suaves, violetas, apenas iluminando el centro del escenario circular.
Maribel, o Lilith —aún no estaba segura de cuál de las dos dominaba en ese momento—, esperaba detrás del telón con los dedos fríos, aunque el interior de su cuerpo ardía. La música comenzó. Un compás lento, envolvente, casi etéreo. Y ella respiró hondo. Había ensayado. Muchas veces. Sabía cada giro. Cada movimiento. Cada gesto. Pero nada la había preparado para esto: para el escenario real, la piel desnuda bajo los focos, la respiración contenida del público, el sonido sutil del deseo no dicho. Dio el primer paso y sus tacones resonaron como un latido contra el suelo pulido. Subió al tubo como si ascendiera a un altar: elegante, decidida, pero aún con el corazón desbocado. Sus dedos se aferraron al acero, la pierna se enroscó con precisión, y comenzó a girar lentamente. El movimiento era controlado, felino. Su cuerpo formaba curvas hipnóticas que fluían con la música. Pero en su mente, aún había ruido. ”¿Qué estás haciendo aquí?” ”¿Qué pensaría tu madre?” ”¿Y si alguien te reconoce?” Sin embargo, a medida que giraba, esas voces comenzaron a silenciarse. El tubo dejó de ser una herramienta, y se volvió extensión de su cuerpo. Cada desliz de su muslo, cada arqueo de su espalda, cada caricia de su propia mano sobre su abdomen… No era actuación. Era liberación. Y en medio del baile, dejó de pensar. El mundo desapareció. Solo quedaba la música… y ella. El público era una sombra difusa detrás del telón de luces. Solo percibía el calor de sus miradas, el peso de su atención, como una ofrenda. No había aullidos. Ni billetes volando. Solo silencio. El silencio reverente que La Rosa Negra reservaba para sus mejores diosas. Lilith giró una última vez y descendió lentamente, sus piernas envolviendo el tubo como si lo domara por última vez. Cuando sus pies tocaron el suelo, caminó hasta el borde del escenario sin prisa. Sus ojos, entonces, barrieron la sala… hasta detenerse. Allí estaba él. En la penumbra de un sofá de terciopelo negro, con un whisky en mano y una mirada que no intentaba ocultar nada. Ojos oscuros. Pelo entre negro y platinado. Mandíbula tensa. Postura relajada, pero expectante. Un Adonis. La miraba como si ella fuera una obra de arte viva, como si cada centímetro de su piel narrara una historia que él estaba dispuesto a descifrar. Y en ese instante, un escalofrío le recorrió la columna. No de miedo. De poder. Había visto cientos de hombres mirar. Algunos con deseo, otros con lujuria, otros con indiferencia envuelta en billetes. Pero él no. Él la miraba como si ya la conociera. Como si, de alguna forma extraña e inevitable, ya le perteneciera. La música terminó. Lilith bajó del tubo con la elegancia de una reina que acaba de conquistar un reino. Elvira la esperaba al pie del escenario con una copa de agua y una sonrisa contenida. —Tienes reservado el sábado, el martes… y uno especial para esta noche. Baile privado. Solo visual. No contacto. Lilith parpadeó. —¿Quién lo pidió? —Cliente anónimo. Pago triple. No pregunta, no exige. Solo quiere verte danzar. A solas. Sintió un estremecimiento. ¿Quién pagaría tanto solo para verla? —¿Debo aceptar? —Tú decides —dijo Elvira—. Pero si lo haces, ya no eres Lilith a medias. Eres Lilith completa. Maribel volvió la vista hacia la sala. Él aún la miraba. Y pensó: No es prostitución. No es traición. No es amor. Es poder. —Dile que acepto. —Perfecto. En diez minutos, la sala privada uno. Pedro Juan pidió otro whisky. No supo por qué. Ni por qué sintió ese hambre repentina de volver a verla, pero a solas. Sin ojos alrededor. Sin máscaras. Aunque ella llevara una.