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Capítulo 6 – No me toques, mírame

La habitación olía a incienso de ámbar, sándalo y algo más… algo peligroso.

Lilith se sentó frente al espejo del camerino con las luces bajas. Las bailarinas iban y venían entre risas, perfumes y lentejuelas, pero ella estaba en otro plano. Un silencio interior que solo interrumpía su respiración lenta, medida.

Tenía que entrar allí como una diosa. No como una chica asustada.

Tomó la brocha del rubor y repasó sus pómulos. No por coquetería, sino por precisión. Sus dedos, entrenados por años de disciplina, delinearon los labios en rojo carmesí como si estuviera pintando una armadura. Luego colocó los lentes violetas, ajustó la peluca roja fuego y se puso los guantes largos de encaje negro.

Cada gesto era un escudo. Una afirmación.

“No me toques. Mírame. Arde si quieres. Pero no me posees.”

Elvira apareció en la puerta sin tocar. Solo observó.

—¿Lista?

Lilith se levantó. No respondió. Caminó hacia ella con paso lento y seguro, como si ya hubiese ganado antes de empezar.

La sala privada número uno estaba al final de un pasillo de terciopelo. Al cruzar la cortina negra, lo primero que notó fue la iluminación. Una única lámpara cenital sobre el centro del espacio. Sofás de cuero oscuro, una barra con botellas costosas y un solo espectador en la penumbra.

No podía ver su rostro. Solo su silueta masculina. Piernas cruzadas, copa en mano, camisa abierta en el cuello. La actitud de alguien que está acostumbrado a tenerlo todo… pero que aún busca algo que lo queme por dentro.

Lilith avanzó.

El cliente no habló. No saludó.

Y eso la encendió más que cualquier piropo.

Subió a la pequeña tarima privada, circular, elevada. La música comenzó. No era sugerida por ella, pero no necesitaba elegirla. Era perfecta.

Un ritmo de jazz oscuro con base electrónica. Puro juego. Puro humo y deseo.

Lilith no bailó para seducir.

Bailó para dominar.

Giró en el tubo sin apurarse. Sus piernas dibujaban giros simétricos, elegantes, letales. Sus movimientos eran de alguien que conocía su cuerpo no por lujuria… sino por control. Por arte. Por venganza.

Los ojos del hombre la recorrían como una daga.

Él no se movía, pero Lilith lo sentía alterado. No necesitaba verlo jadeando, ni acercarse. Bastaba con cómo tensaba la mano que sostenía el vaso, cómo descruzaba las piernas y volvía a cruzarlas como si intentara mantener la compostura.

Bajó por el tubo lentamente.

Caminó hacia el borde de la tarima. Se agachó con elegancia, apoyando los guantes sobre el borde acolchado, sin tocarlo. Lo miró a través de los lentes violetas, los labios rojos apenas separados.

—¿Quieres tocarme?

La voz salió ronca, pausada, venenosa.

El hombre no respondió. Pero Lilith vio cómo apretaba la mandíbula.

—No puedes —susurró ella—. Pero puedes mirarme. Hasta que tus pecados se multipliquen.

Se levantó y volvió al centro.

Y entonces bailó como si el aire fuera suyo.

Cada giro, cada paso, cada deslizamiento era una lección en dominio del deseo. Mostraba solo lo necesario. Su cuerpo era un mapa. Pero los caminos… los caminos estaban cerrados con candado.

El cliente apoyó la copa, casi temblando. Cruzó las manos sobre las rodillas y no parpadeó.

Pedro Juan Andújar no era un hombre fácil de impresionar.

Había tenido amantes jóvenes. Había visto cuerpos perfectos. Había vivido todo tipo de aventuras.

Pero nunca había visto algo así.

Una mujer que no lo quería complacer. Solo retarlo.

Una mujer que no se ofrecía. Se alzaba.

Y eso… eso era mucho más erótico que cualquier desnudo.

Lilith giró una última vez, terminó de espaldas, y luego descendió lentamente de la tarima.

La música terminó.

Ella no dijo adiós.

Solo se giró y caminó hacia la salida, sin mirar atrás.

No pidió confirmación. Ni aprobación. Sabía que había dejado su marca.

Y Pedro Juan, sentado en la oscuridad, miró la puerta cerrarse con una expresión que no usaba desde hacía años.

Obsesión.

De regreso en los camerinos, Elvira la esperaba con una copa de agua.

—No todos los clientes pagan triple por mirar. Éste, sí. ¿Sabes por qué?

Lilith se encogió de hombros, quitándose los guantes con elegancia.

—Porque no está acostumbrado a que lo controlen.

Elvira sonrió.

—Bienvenida a La Rosa Negra.

Maribel se miró en el espejo. Con los ojos violetas. El cabello rojo. El cuerpo sudado. La respiración aún agitada.

No se reconocía. Pero le gustaba.

“Si mirarme fue suficiente para romperlo… ¿qué pasará si algún día me toca?”

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