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Capítulo 4 – El nacimiento de Lilith, La mujer de fuego

Cuando Martina y Maribel se detuvieron frente al edificio, no había ningún letrero luminoso. Solo una discreta placa negra con letras doradas que decía: La Rosa Negra.

—¿Este es? —preguntó Martina, ajustando su bufanda.

—Sí —respondió Maribel, tragando saliva.

No parecía un club de caballeros. Desde fuera, más bien lucía como un hotel boutique exclusivo. Vidrios polarizados, un portero de traje oscuro y una entrada sin pretensiones.

Entraron.

Adentro, todo cambió. Alfombra de terciopelo rojo. Luz tenue. Una mezcla perfecta de elegancia, misterio y un aroma floral amaderado que parecía diseñado para seducir el alma.

Las recibió una mujer alta, de pelo blanco platinado recogido en un moño impecable y una mirada que atravesaba piel, ropa y secretos.

—¿Maribel Fuentes?

—Sí. Soy sobrina de Soraya Donato.

La mujer asintió.

—Elvira González. Gerente del club. Soraya me habló de ti. Dijo que eras especial. No suelo hacer audiciones sin cita, pero… si es para una Donato, hago una excepción.

En ese instante apareció su tía, Soraya. Radiante como siempre, con sus collares dorados, labios color vino y una copa de champán en la mano.

—¡Mi niña! —la abrazó con intensidad—. Si estás aquí, es porque el mundo se fue al carajo, ¿no?

Maribel asintió, riendo sin alegría.

—Completamente.

—Bienvenida al refugio de las rotas —dijo Soraya sin dramatismo—. Aquí todas llegamos por algo. Lo importante es cómo salimos.

Martina observaba todo con los ojos como platos. Soraya le guiñó un ojo.

—Quédate si quieres. Pero no grabes nada, no mires demasiado, y no preguntes lo que no estás lista para saber.

Martina alzó ambas manos en gesto de paz. Maribel solo respiró hondo.

—Quiero conocer las reglas. Antes de hacer nada.

Elvira asintió y caminó hacia un salón más privado, adornado con espejos ahumados, sillones aterciopelados y una barra de mármol oscuro. Todo era lujo contenido. Misterio sin vulgaridad.

—Aquí no hay prostitución —dijo Elvira, sin rodeos—. Aquí vendemos ilusión, no carne. Cada bailarina tiene derecho a elegir lo que ofrece. El escenario es libre, pero el respeto es obligatorio.

Maribel asintió.

—¿Bailes privados?

—Sí. Opcionales. Se pagan muy, muy bien. Pero bajo las mismas normas: no se toca, no se besa, no se graba. Siempre bajo vigilancia. Seguridad armada. Y si alguien se pasa, lo vetamos de por vida.

—¿Identidad protegida?

—Total. Peluca, lentes de contacto, máscara si lo deseas. Nombre escénico obligatorio. Aquí, Maribel Fuentes muere. Nace quien tú elijas ser.

Maribel cerró los ojos. Pensó en la Maribel rota que salió corriendo de su casa hace apenas unos días. En la rabia, la humillación, la necesidad.

—Quiero probar.

Soraya sonrió.

—Sabía que lo harías. Tienes sangre de escenario.

Elvira asintió con un gesto leve y pulsó un timbre. Una bailarina joven, vestida con un body negro y medias de red, apareció en silencio.

—Llévala a los camerinos. Que se prepare. Peluca roja, ojos violetas, labios rojos. Dale algo sexy, pero sin desnudez.

La chica la llevó a través de pasillos oscuros iluminados con luces tenues. El camerino era un mundo aparte: espejos rodeados de bombillas, maquillaje, ropa colgada como armaduras de guerra, zapatos de tacón altísimo. Era un santuario de reinvención.

—¿Tienes experiencia bailando? —preguntó la joven mientras buscaba la peluca adecuada.

—Sí. Jazz y contemporáneo. También un poco de pole, pero más por reto físico que por show.

—Eso ayuda —sonrió la bailarina—. Aquí, cada baile es una historia que se cuenta con el cuerpo.

Maribel se vistió.

Body de encaje negro con espalda descubierta. Tacones altos. Guantes hasta el codo. Peluca roja fuego. Lentes de contacto violeta. Labios carmesí.

Se miró en el espejo.

No era ella.

O tal vez sí… tal vez era la parte que había reprimido durante años.

El fuego que sobrevivió a una traición.

La mujer que quería recuperar su nombre… perdiéndolo primero.

—¿Ya tienes nombre artístico? —preguntó la bailarina desde la puerta.

Maribel lo pensó un segundo.

Y lo supo.

—Lilith.

La chica sonrió.

—Perfecto. Que el infierno te aplauda, Lilith.

El escenario estaba vacío.

El tubo en el centro, brillante, alto, imponente. Elvira y Soraya observaban desde una esquina. Dos bailarinas más y un técnico de luces estaban al fondo, en silencio.

—Haz lo que quieras —dijo Elvira—. Pero haz que no puedan dejar de mirarte.

Maribel subió al escenario.

El primer paso fue torpe. El segundo, mejor. El tercero… ya era baile.

La música comenzó. Lenta. Grave. Un ritmo que pedía que el cuerpo hablara por ella.

Giró. Trepó. Arqueó la espalda. La peluca roja volaba como llamas. Sus piernas dibujaban líneas perfectas. Su torso ondulaba como un veneno dulce.

No era un baile. Era una declaración.

A Leonardo. A Lourdes. A todos los que alguna vez la subestimaron.

El tubo se convirtió en su grito. En su renacer.

Y cuando terminó, con una pierna alzada, los labios entreabiertos y los ojos fijos en la oscuridad… no hubo aplausos.

Hubo silencio.

El silencio de los que presencian algo inevitable.

Después, en camerinos, sola, frente al espejo, su reflejo ya no era esa mujer dulce, obediente y el orgullo de su familia. Comenzó a desmaquillarse lentamente. Pero no se quitó la peluca. Ni los lentes. Ni el nombre que había elegido.

Lilith.

La mujer que baila. La mujer que manda. La mujer que sobrevive. La mujer de fuego.

Y por primera vez en días, sonrió.

“Acabo de vender un pedazo de mí… y nunca me había sentido tan libre.”

La primera noche no se sentía como una prueba. Se sentía como un ritual.

Elvira se lo había dejado claro en el camerino:

—Esta noche te presentas oficialmente. Si no conquistas las miradas, no vuelves. Aquí no hay segundas oportunidades. Solo primeras impresiones.

Maribel —no, Lilith— asintió en silencio.

El maquillaje impecable. Lentes violeta. Peluca rojo sangre. Labios carmesí. Tacones de aguja. Todo estaba perfectamente armado, pero lo que verdaderamente ardía era la convicción en su pecho: no iba a fallar.

Era viernes por la noche. La Rosa Negra vibraba con una energía densa, lujosa, como si cada sombra respirara deseo.

En los reservados se acomodaban empresarios, políticos, banqueros, médicos, hombres influyentes que entraban allí dejando sus anillos en el bolsillo y su moral en la puerta.

Nadie se tocaba. Nadie se nombraba. Nadie preguntaba.

El salón principal estaba lleno. Las luces tenues pintaban el ambiente de carmín y oro.

Y entonces, se escuchó la voz sensual de la presentadora, acompañada por un suave redoble de batería.

—Caballeros… prepárense para arder. Esta noche, en su debut oficial, la mujer que baila con fuego en la sangre… les presento a… Lilith, la mujer de fuego.

Un haz de luz cayó sobre el escenario.

Y Lilith apareció.

Caminó con la calma de quien sabe lo que vale. No saludó. No sonrió. Solo se posicionó frente al tubo, lo tocó con una mano enguantada, y lo convirtió en extensión de su cuerpo.

La música comenzó.

Un ritmo denso. Grave. Lento. Un pulso.

Lilith se deslizó. Giró. Sus piernas se cruzaron en el aire con precisión. Su cabello rojo se agitaba como llamas encendidas. Sus ojos violetas parecían leer los secretos de cada hombre en la sala.

No se desnudó. Pero nadie se atrevía a desear más piel.

Porque ya se sentían poseídos.

En la oscuridad, entre sillones de terciopelo y copas de cristal, Pedro Juan Andújar bebía whisky sin hielo, sin decir una palabra, hipnotizado por esa danza sensual que parecía que estaba haciendo para él.

Estaba solo en un balcón VIP discreto. Siempre lo hacía. Venía poco, pero cuando lo hacía, era para observar, no para actuar.

Hasta que Lilith apareció.

Sus ojos la siguieron sin pestañear.

Había algo en ella.

No solo era su cuerpo. Era la manera en que se movía. La expresión de sus labios. El control absoluto de la sala. Una mezcla de sensualidad elegante y rabia contenida.

Una diosa con tacones y cicatrices invisibles.

Elvira, que lo observaba desde el bar, notó el detalle. Pedro Juan rara vez miraba más de tres minutos a una bailarina. Con Lilith, ya iban cinco… y no apartaba la vista.

Lilith lo sintió también.

Sin saber quién era. Sin saber su nombre. Pero percibió unos ojos que no eran como los otros. Unos ojos que no pedían… exigían. Que no deseaban… analizaban.

Y, por puro instinto, le bailó a él.

No de forma evidente. No se acercó.

Pero desde el escenario, giró el rostro, bajó la mirada lentamente, y arqueó la espalda como si su piel respondiera a su atención. Como si su cuerpo supiera lo que él no debía saber.

Y Pedro Juan tragó saliva por primera vez en toda la noche.

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