Llovía cuando bajó del Uber.
No esa lluvia romántica de las películas con paraguas y besos bajo la farola, no. Era una de esas lluvias tristes, frías y pesadas que hacen que todo parezca más sucio, más cruel, más real. Maribel no sabía a dónde ir. Tenía una mochila al hombro, el corazón partido en dos y una dignidad que sangraba a chorros. No iba a volver a su casa. No podía. Esa casa ya no existía para ella. Tampoco tenía dinero para un hotel. Había pagado la matrícula del semestre con lo último que quedaba en su cuenta, y su madre había prometido cubrir lo demás hasta la graduación. Su madre. La misma que hace apenas un par de horas montaba a su novio como si fuera una yegua de carreras. Tragó saliva. Sentía arcadas cada vez que la imagen regresaba a su cabeza. Y regresaba cada cinco minutos. Sacó el teléfono. Buscó un nombre. Dudó. Martina. Su amiga, su compañera de batallas, su cable a tierra. La única que podía escuchar esa historia sin enjuiciarla o tratarla como una víctima de telenovela. Marcó. —¿Maribel? —respondió Martina, con voz adormilada. —Estoy en Cambridge. ¿Puedo pasar la noche contigo? Hubo una pausa rápida. Y luego la respuesta más sencilla del mundo. —Claro que sí. ¿Estás bien? Maribel suspiró. Se mordió el labio. —No. Pero te cuento cuando llegue. Martina vivía en un apartamento pequeño pero acogedor a unas cuadras de Harvard Square. Cuando abrió la puerta, estaba en pijama, con una taza de té en la mano y expresión de alerta máxima. —Santo Dios. ¿Qué pasó? Maribel dejó la mochila en el suelo, se quitó la chaqueta empapada y se dejó caer en el sofá como un saco de piedras. —Mi mamá y Leonardo. —¿Qué pasa con ellos? Maribel la miró con ojos vacíos. —Se están acostando. Martina parpadeó. Dos veces. —¿Qué? —Los vi. En la cama. Juntos. Desnudos. Ella encima. Él debajo. Música romántica. Una escena porno nivel madre y novio de tu hija. Martina dejó la taza sobre la mesa sin mirar y se sentó a su lado. —Ok… Wow. ¿Estás segura de que era Leonardo? —Le conté mi vida. Le conté cosas que ni a mi terapeuta. ¡Convivió conmigo durante casi cuatro años! ¡Y ahora se folla a mi madre como si fuera un extra en una telenovela de Telemundo! —¿Y qué te dijo ella? —“No fue planeado”. “Estaba sola”. “Fue un error”. —Maribel alzó la voz en imitación burlesca—. Lo peor no fue verlos, Martina. Lo peor fue verles las caras después. Como si yo fuera la intrusa. Como si el problema fuera yo por aparecer sin avisar. Por estar estudiando y dejarlos “abandonados” ¡ahhhh…Que rabia tengo! Martina no dijo nada por unos segundos. Luego, con toda la delicadeza del mundo, le tendió una mantita. —Tu vida da para un libro, Mar. —Una trilogía. Oscura. Con malas reseñas por exceso de drama. Rieron, porque era eso o llorar. — Más tarde, cuando se metió en la ducha, Maribel se miró al espejo empañado. No podía depender de Lourdes. No ahora. No nunca más. Sabía lo que eso significaba: sin ayuda económica. Sin manutención. Sin nada. Y Harvard no era precisamente una universidad barata. Secándose el cabello con una toalla, volvió a la sala. Martina tenía la laptop abierta en su regazo. —Sé que no quieres hablar de esto ahora, pero… ¿qué vas a hacer? Maribel se encogió de hombros. —No sé. Tengo que buscar trabajo. Algo rápido. Algo que pague bien. No puedo permitir que esta m****a me arruine la carrera. —¿Y clases? ¿Exámenes? —Exacto. Necesito algo que no interfiera. Flexible. Pero bien pagado. Poco convencional. Mi último semestre ya está cubierto pero necesito para todo lo demás, mi apartamento, mis gastos… Martina entrecerró los ojos. —Por “poco convencional”, ¿estás hablando de vender órganos, o algo más sexy? Maribel la miró por un momento… y luego sonrió, apenas. —Mi tía Soraya tiene un lugar. —¿Soraya la loca de Boston? ¿Quieres trabajar en su spa? —No. El otro lugar. Martina ladeó la cabeza. —¿El club? Maribel asintió. —Es un gentleman’s club. Exclusivo. Hombres ricos. Empresarios. Políticos. Todo muy privado. Muy… elegante. —¿Piensas trabajar allí? —No sé —murmuró, mirando el suelo—. Quizás debo considerarlo. La verdad pensé en eso mientras me bañaba. Mi tía siempre me decía que tenía talento. Recuerdas que tomaba clases de danza desde niña. Ballet, jazz, incluso contemporáneo. Solo lo dejé hace dos años por la carga académica. Y se que no le dirá nada a mi madre. Martina la observó en silencio. —¿Y ahora estás pensando en… qué? ¿Bailar desnuda? —No necesariamente. Hay niveles. Hay chicas que solo hacen bailes privados sin contacto. Todo con reglas. Sin prostitución. Sin presión. Una vez me ofreció un trabajo cuando cumplí los 18 años, ella se encarga de que sea un lugar seguro. Es discreto. Muy bien pagado. —¿Y tú estás cómoda con eso? —No. Nunca antes lo había considerado. Pero tampoco estoy cómoda sin comer, ni dejar la universidad. No pienso rendirme. No por ellos. Si me toca bailar para pagarme el futuro, lo haré. Martina asintió. No con juicio, sino con respeto. —Pues si vas a hacerlo, que sea como reina. Yo te acompaño si quieres hablar con tu tía. Pero primero, dormimos. Mañana lloras y decides si te lanzas al infierno… o si lo conviertes en tu escenario. Maribel rió. Y mientras se acomodaba en el colchón inflable que Martina le prestó, sacó el teléfono. Escribió en G****e el nombre del club. “La Rosa Negra – Gentleman’s Lounge, Boston.” Abrió la página. Luces bajas, terciopelo rojo, una estética de lujo discreto. Ningún rostro visible. Solo siluetas elegantes, máscaras, cuerpos que se movían como arte. Cerró los ojos. ¿Y si…?