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Capítulo 2 – “El sonido de una puerta rota”

El silencio duró apenas dos segundos. Tal vez tres.

Pero para Maribel fueron siglos comprimidos entre el asco, la rabia, y un dolor tan filoso que no sabía si estaba respirando o colapsando por dentro.

—Maribel, no es lo que parece —balbuceó Leonardo, como si eso sirviera de algo mientras intentaba cubrirse con una sábana que no tenía la decencia de desaparecer con él.

Lourdes aún estaba desnuda. La boca entreabierta. Las pupilas dilatadas por el susto. El sudor escurriendo por su cuello. La mirada clavada en su hija como si no pudiera reconocerla. Como si el horror de lo que habían hecho acabara de cuajar en su cerebro.

—No digas una sola palabra —espetó Maribel. Su voz era un hilo, pero cada sílaba estaba afilada como vidrio.

Se giró. No necesitaba más imágenes grabadas en la cabeza. La escena ya estaba tallada a fuego. Su madre. Su novio. Su cama. Su casa.

Una traición en piel viva.

Corrió escaleras abajo, sintiendo las piernas entumecidas y el pecho a punto de reventar. Atravesó el pasillo como una ráfaga de furia muda y entró a su cuarto. Cerró la puerta de un portazo que hizo temblar la madera.

Sabía que no podía quedarse ni un minuto más bajo ese techo. Ese maldito techo que ahora olía a sudor ajeno, a traición, a carne mezclada con mentiras.

Abrió el armario y empezó a sacar la mochila del gimnasio, ropa interior, algunas mudas de ropa, documentos importantes, pasaporte. Las manos le temblaban, pero su mente funcionaba como si alguien más la estuviera pilotando desde lejos. Como si se tratara de sobrevivir, no de entender.

No había nada que entender.

Tocaron la puerta.

—Maribel, hija… —La voz de Lourdes sonaba como si suplicara desde el infierno—. Por favor, necesito que me escuches. No lo planeamos. No fue así. Fue un error…

—¿Un error? —soltó Maribel, riendo con amargura mientras abría el cajón donde guardaba sus apuntes—. ¿Se te cayó encima por error? ¿Te resbalaste con la dignidad y caíste sobre el novio de tu hija?

Silencio.

Leonardo intentó entonces.

—Mar, escúchame. Yo… yo no sé cómo pasó. Solo… nos vimos más seguido cuando tú estabas ocupada, y hablamos… y…

—¿Y hablar lleva al sexo oral y luego a follar como animales en la cama de mi madre?

Nadie respondió. Solo la respiración contenida del otro lado.

Ella cerró la cremallera de la mochila, sin mirar atrás. Tomó su billetera, su celular, y arrancó el marco de la única foto que tenía con ambos. La miró.

La tiró al suelo y la pisó. El cristal crujió como su pecho.

Abrió la puerta con furia.

Y los vio.

A ambos. Parados ahí. Lourdes con una bata puesta a medias, el rostro pálido y sin maquillaje. Leonardo, aún con el cabello húmedo, los ojos rojos como si esperara lágrimas de compasión.

—Mira lo que hiciste —le dijo Maribel a su madre—. Mira cómo te convertiste en todo lo que juraste que no serías.

—Yo no quería que esto pasara —balbuceó Lourdes—. Fue confuso. Me sentí sola, y tú siempre estabas tan distante, tan ocupada, tan lejos…

—¡Y por eso te follaste a mi novio! —gritó. Las lágrimas ya le ardían en los ojos, pero no se permitió soltar ni una—. ¡Podías haberme dicho que te sentías sola! ¡Podías haber ido a terapia! ¡Podías HABER ELEGIDO CUALQUIER HOMBRE MENOS ÉL!

—Lo siento —susurró su madre, hundiéndose lentamente contra la pared como si no pudiera sostenerse.

—Y tú —dijo, volviéndose hacia Leonardo—, ni siquiera fuiste lo bastante hombre para terminar conmigo antes de acostarte con ella. ¿Sabes lo que eres?

Él no respondió.

—Un cobarde. Un traidor. Un hipócrita.

Pasó entre ellos sin tocarlos. Como si su mera cercanía le quemara la piel.

Caminó hasta la puerta, respirando como si saliera de una casa en llamas. Tomó las llaves de repuesto que aún colgaban en el llavero. Su madre aún no había cambiado nada desde que se fue a la universidad.

—¿A dónde vas? —preguntó Lourdes con voz rota.

Maribel giró apenas el rostro, sin detenerse.

—A donde tú ya no puedas seguirme.

Y salió.

Sin mirar atrás.

Sin saber si era el fin de su mundo o el comienzo de una nueva versión de sí misma.

Solo supo que, en ese instante, no tenía madre, ni pareja, ni hogar.

Solo tenía una rabia que le hervía en el pecho y una decisión tan cruda como definitiva:

Desaparecer. Y renacer en el infierno si era necesario.

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