El notario carraspeó, sacando un pergamino arrugado de su maletín, mientras el abogado y el médico asentían, dispuestos a respaldar cualquier mentira que se les pagara por repetir.
William no respondió de inmediato. Dejó que Edward se ahogara en su propio exceso de confianza. Observó cómo colocaba el supuesto testamento sobre la mesa, desplegándolo con un gesto teatral, como quien revela la carta ganadora en una partida amañada.
—Aquí está la prueba —dijo Edward, golpeando con un dedo manchado de tinta el nombre de su padre—. Mi linaje, mi derecho. Todo lo que ves, William, es mío por nacimiento.
Marcus dio un paso adelante, fingiendo un interés neutro, pero en realidad su mirada barría cada movimiento, cada palabra. Robert, el sirviente oculto tras la rejilla de ventilación, también escuchaba atentamente, anotando mentalmente cada confesión, cada desliz.
—Y ahora —continuó Edward, con una sonrisa que destilaba veneno—, espero que cumplas tu palabra. No quiero más demoras.
Willia