La calma en la mansión se rompe con un alboroto que nadie esperaba ver. Hombres uniformados recorren los pasillos con pasos firmes mientras Edward, altivo hasta el último momento, es finalmente apresado. Sus manos, acostumbradas a controlar, ahora están esposadas, y su arrogancia se desmorona ante la evidencia irrefutable de sus crímenes.
—¡Esto es un error! —gruñe Edward, resistiéndose mientras los guardias lo conducen fuera de la biblioteca que tantas veces creyó controlar—. ¿Creen que hice todo esto solo? ¡No me llevarán sin que ella pague también!
El silencio ensombrece la estancia, pero sus palabras despiertan curiosidad entre los nobles presentes.
—¿A qué te refieres? —pregunta uno de los oficiales, deteniéndose.
Edward sonríe con crueldad, disfrutando su último momento de poder.
—No encontrarían mi nombre en ningún documento sin ayuda. Amelia estuvo conmigo en cada paso. Mi cómplice, mi confidente… ¿Y creen que escapará de esto tan fácilmente? ¡Que la lleven también ante la cor