El camino a Hampshire había sido largo y agotador. Habían pasado un par de días en tránsito, y el cansancio se reflejaba en cada gesto de Isabel. Lady Grayson no lucía mejor. Días atrás había asegurado que, por ningún motivo, se perdería el evento del año —después del de su sobrino, por supuesto.
Los empleados de la finca aguardaban su llegada con las habitaciones impecables y todo dispuesto para la boda del Vizconde de Linley.
El carruaje se detuvo y, de inmediato, un criado colocó el escalón. William abrió la puerta y, antes de ayudar a las damas, no pudo evitar echar un vistazo al castillo. Marcus solía invitarlo a pasar unos días en ese lugar, lejos de la presión de Londres. William siempre lo había tomado a broma.
Después de todo, si algo distinguía al conde de Pembroke era su capacidad para ignorar el estrés de la capital.
Nunca había tenido la intención de complacer expectativas ajenas. Sin embargo, de haber sabido lo majestuoso que era aquel sitio, se habría dado la