Mundo de ficçãoIniciar sessãoGiró el rostro. Su piel era tan blanca que parecía enferma. Los ojos marrones grandes, pestañas pobladas mojadas, mejillas rojas del llanto, una expresión vacía.
—¡Lárgate! —gritó—. No es tu maldito problema.
—Ahora sí lo es —respondí, más segura—. Porque te vi.
Ella apretó la baranda. —Nada vale la pena. Solo quiero terminar con toda esta basura de vida.
Cerré los ojos un segundo —No creo que quieras caer, ¿verdad? Vas a quedar toda apachurrada y será un desastre. He visto esos videos en internet, créeme… no es nada bonito.
Eso la detuvo un segundo. Se quedó procesando mis palabras.
Aproveché ese instante: me lancé, sujetándola por la cintura, envolviéndola en un abrazo, tirando de las dos hacia el lado seguro del puente.Inicialmente, forcejeó, intentando soltarse, luego se derrumbó llorando en mis brazos.
Estuvimos así varios minutos.
Cuando se calmó, la ayudé a ponerse en pie. Quería sacarla de ahí, del ruido, de los carros pasando a toda velocidad. Caminamos unos metros rumbo a una zona verde, un pequeño parque junto a la vía.La senté en un banco, echándole un ojo, fui a un puestito ambulante, tenía unas monedas en mi bolsillo. Compré una botella de agua y un chocolate. Seguro necesitaba azúcar, estaba pálida, los labios le temblaban.
—Me llamo Isabela —comencé, destapando la botella, ofreciéndosela—¿Y tú?
Bebió un sorbo. —Lucía.
—Un gusto, Lucía. —Hice una pausa—. Eres una chica fuerte… y muy hermosa, aunque no lo creas ahora.
Ella clavó la vista en el suelo.
El chocolate ayudó. Poco a poco empezó a soltar palabras, entrecortadas. Relató que tenía diecisiete años. Sus padres habían muerto hace ocho meses. Estaba convencida de que había sido su culpa. Actualmente, vivía junto a su hermano mayor, quien se la pasaba trabajando.Para distraerla, le conté sobre mi trabajo, algunas tonterías de mi vida en la granja de mis padres. Charlamos un buen rato; el sol ya se había ocultado.
—Debo acompañarte a casa ¿Dónde vives?
Lucía mostró la dirección en su teléfono.
—¿En serio? —parpadeé atónita.—. Vivo ahí también.
Los ojos Lucía se agrandaron emocionados. —¿Entonces somos vecinas?
—Así es. El destino nos unió y ahora vas a tener que aguantarme —bromeé.
Ella sonrió.
Como a mi coche se lo había llevado la grúa. Tomamos un taxi de vuelta a casa.
Las luces azules de las patrullas parpadeaban en la entrada. Había varias patrullas, frente a mi casa y al lado.
Observe la escena extrañada.
—Mierda… —musitó Lucía—. Estoy frita. Mi hermano va a matarme.
Apoyé una mano en su hombro. —Tranquila, seguramente está preocupado. Mira, hasta llamó a la policía.
Ella suspiró irónica.
—Bueno… es que él es la policía —admitió, observando al hombre alto que empezó a acercarse rápidamente a nosotras.
Su presencia imponía respeto. Cabello azabache, barba recortada, facciones masculinas.
La camisa blanca marcaba el ancho de sus hombros; los pantalones negros ajustaban su porte. En el cinturón, el arma de servicio y la placa brillaban bajo las luces intermitentes.Una corriente eléctrica subió a mi cara. Lucía y yo alzamos la vista en el momento que se plantó ante nosotras. Su altura eclipsaba todo.
—¿Dónde estabas, Lucía? —cuestionó, la frustración tiñendo sus palabras—. Me llamaron del instituto. Dijeron que no fuiste a clases. ¿Tienes idea de lo preocupado que estuve?
Lucía bajó la cabeza, enganchándose discretamente a mi brazo. —Lo siento.
El hombre exhaló, negando. No estaba segura de qué hacer, así que intenté aligerar el ambiente. Extendí mi mano.
—Soy Isabela Castellanos. Vivo justo allí. —señalé con mi dedo— Soy su vecina.
Él fijó su atención en mí, tomando mi mano.
—Alejandro Ramírez —su tono, ahora más relajado, lo suficiente para mostrar cordialidad.
—Lucía estuvo conmigo —expliqué.
Él asintió, mirándola. —Entra. Hablaremos pronto.
Lucía se despidió brevemente de mí. —Te mandaré un mensaje ahorita —susurró.
—Sí, lo espero. Anda, ve, come algo.
Ella, apurada, entró a su casa.
—¿Estaban juntas desde esta mañana? —empezó Alejandro, ahora que nos encontrábamos solos.
Negué. —No. Me la topé esta tarde, de camino a casa.
Vi la tensión en sus hombros. Por lo que me apresuré a pedirle—. No la regañe mucho, por favor. Alejandro. Yo suelo hablar hasta por los codos y la distraje de más.
Él soltó una breve risa por la nariz.
—Descuide. No la voy a regañar. A veces no sé cómo tratarla… Es complicado.—Mudarse a un lugar nuevo nunca es fácil, menos a su edad—comenté— Lucía se siente algo sola.
—Tiene razón. Gracias por traerla —agregó, menos consternado—. De verdad.
—No hay de qué. Que tenga buena noche, Alejandro.
—Igualmente, Isabela.
Puse la llave de la casa sobre la encimera. Por fortuna, tenía una copia escondida bajo una maceta; si no, habría tenido que esperar a Nicolás afuera.
Lo único que se quedó conmigo fue mi celular. El bolso y las compras seguían en el auto, así que la cena que había planeado para Nicolás, se tuvo que improvisar…...
Terminé media hora después. La salsa aún burbujeaba en la olla cuando el portazo sacudió la casa.
Pasos apresurados.
Nicolás apareció, se dirigió primero a la cocina, luego me localizó en el comedor. Su chaqueta voló hacia un mueble.
—Pensé que no estabas ¿Dónde está tu coche? No lo vi en el garaje.
No había forma de edulcorar la verdad. Hice un esfuerzo enorme por sonar casual.
—Se lo llevó la grúa.— Serví el pollo. La cuchara chocó contra el borde del plato.Su expresión se contrajo, como si acabara de decirle que adopté un demonio.
—¿La grúa? ¿Por qué? No eres descuidada, Isabela. ¡¿Qué demonios estabas haciendo?! —Su voz subió ligeramente, buscando una explicación lógica.
Tragué saliva.
—Vi a una chica en el puente... Estaba al borde de saltar. Dejé el auto en la vía.
—¿Ayudando a una desconocida? ¿En un maldito puente? —apretó los puños—. Para eso existen los bomberos o la policía, Isabela. No era tu jodido problema.
— Era una lucha contra el tiempo, debía actuar rápido. —Levanté la vista— Resultó que era nuestra nueva vecina.
Nicolás soltó una risa breve.
—¿Una vecina? ¿Y qué? ¿Ahora eres la Madre Teresa de la urbanización? —Su tono se deslizó en una burla helada, un desprecio que buscaba desmantelar el valor de mi acto—. Gastaste nuestro tiempo, perdiste el auto por una multa estúpida, y generaste un espectáculo. No podías ignorar a una suicida en un puente, claro, pero sí puedes ignorar los consejos de mi madre para construir nuestro hogar.
El argumento se había reducido al tema más doloroso. Apoyé las manos en la encimera.
—Mañana iré a recoger el coche, pagaré la multa de mi cuenta y ya está, no te enojes.
Él se giró, camino a las escaleras, musitando algo que preferí no entender.
La noche terminó de esa forma. Lo esperé para cenar y resultó que ya se había ido a dormir.
Otra comida más despreciada por su parte.






