Capítulo 4

Alejandro

Ordené levantar la malla de rastreo, la mitad del equipo estuvo toda la tarde buscando a Lucía.

No sé ni qué me dio al enterarme de que estaba desaparecida.

Para mí no tenía sentido; yo mismo, la había llevado a la escuela esta mañana.

En menos de diez minutos, movilicé a todos: rutas, terminales, hospitales.

Mi alma volvió al cuerpo cuando la vi llegar junto a esa mujer. Isabela.

Cerré los informes, pasadas las diez.

Lucía continuaba en su habitación, dijo que iba a terminar de organizar unas cajas.

Los de la mudanza se hicieron cargo de los arreglos.

Compré muebles nuevos, todo un cambio. En un intento de borrar los rastros del pasado y así mi pequeña hermana pudiera seguir adelante, sin recordar a nuestros padres de forma dolorosa.

No estoy seguro de que esté funcionando.

Miré hacia el piso de arriba. No he hablado aún con ella.

Apostaría lo que fuera a que no comió nada.

Comencé a preparar uno de sus platos favoritos. A Lucía le gustaba mi comida, decía que sabía a casa. No le cocinaba desde que me independicé.

Encendí el fuego, la sartén chispeó. Algo rápido y sencillo. Unas pastas.

Serví dos platos, subí un escalón.

—Lucía, baja. Vamos a comer —la llamé.

Apareció un minuto más tarde. Camiseta grande de los Rolling Stones, cabello mojado y cara de no entender nada.

—¿Tú cocinaste?—soltó incrédula.

—Sí. No hay servicio a domicilio esta noche.

Tomó asiento.

—Está muy bueno. —Probó el primer bocado, saboreándolo—. Si no fueras inspector en Jefe, juraría que trabajas en un restaurante Michelin.

Serví agua. —Voy a intentar llegar más temprano, cenar contigo al menos algunas noches.

—¿Tú? Si vives en la comisaría — dejó el tenedor masticando.

—Haré un esfuerzo.

—Claro. Y yo dejaré de comer pizza.

Negué fingiendo severidad. Esta enana no me creía.

Comimos. Ella se sirvió un segundo plato, devorándolo cual cavernícola. Le alcancé una lata de soda. La destapó, se la bebió de un solo trago y liberó un eructo sonoro.

—Okay, ya. Suéltalo, Alejandro. —Resignada, limpió su boca—. Dame tu sermón sobre mi imprudencia y bla-bla-bla...

La estudié seriamente. — ¿Te sientes sola, Lucía?

Ella apretó los labios, dudando. —¿Eh?

—Lo que escuchaste —insistí.

Se sumergió en su mente. No esperaba que yo le preguntara esto.

—No lo sé… supongo que sí. —Desvió la vista hacia el plato vacío—. Hoy… tuve una crisis.

Me levanté de golpe, arrodillándome frente a ella, mis manos ahuecando su rostro. —¿Tomaste algo?

El pavor tomó control de mi ser. La sombra de su última vez volvió.

—Respóndeme Lucía.

Comenzó a narrar los hechos. Si una pesadilla tuviera forma, sería justo así. Mi mayor miedo estuvo cerca de volverse real. Tuve suerte. Un ángel enviado por mis padres desde el cielo había traído de vuelta a mi hermana. Nadie hace lo que hizo esa mujer.

—Fui muy egoísta —sollozó—. Pensar algo así... Yo sé que te haría sufrir mucho a ti también. Perdón...

La abracé. —Ya está. Vamos a superarlo juntos, pequeña.

Ella se tranquilizó en mi pecho.

—Luci… prométeme que no volverás a intentar algo así.

—Lo prometo —Sonrió, secándose las lágrimas —. Isabela me traumó lo suficiente como para que no quiera volver a acercarme a ningún puente.

El tono era tan ridículo que solté una risa corta.

—Ah, por cierto —comentó esta vez, recordando algo —. Será que puedes hacer algo por ella. A Isabela le remolcaron el coche, lo dejó mal estacionado por ir a ayudarme.

—Sí claro, yo me encargo.

Comencé a recoger la mesa.

—¿No te pareció bonita, Alejandro? —Soltó ella pícara, limpiando conmigo.

No era lo que tenía en mente, pero negar su belleza habría sido ridículo.

—Es una mujer amable —respondí—. Muy empática.

Bufó juguetona—¿Solo eso? ¿Vas a decir que no notaste lo hermosa que es?

—Estaba muerto de susto. No tenía la mente para nada de eso. —Zanjé, cerrando el lavavajillas.

—Sí, sí, cómo no. Casi se te cae la baba viéndola.

Suspiré ignorándola. Lucía volvía a ser ahora la niña revoltosa y bromista de manual. No iba a parar, de hecho, estaba lejos de callarse.

—Te quedaste hablando con ella y todo. — Pasó el paño juguetonamente por la encimera. — Creí que te había comentado algo de lo ocurrido... y me ibas a echar bronca por eso.

—No dijo nada. Ella fue prudente. Hasta pidió que no te regañara. —le conté, analizando los botones del electrodoméstico, no lograba entender el mecanismo de este aparato, completamente distinto al que tenía en mi departamento.

—¿Ves? Es tan encantadora. —Suspiró melancólica—Es una lástima que esté casada...

Giré la cabeza, más rápido que la luz. —¿Está casada?

Lucía contuvo la risa. —¿No viste la sortija?

Aclaré mi garganta, volviendo a lo mío. —Ya te dije que no estaba atento a los detalles.

—Ajá, sí, claro —bromeó—. Ni parpadeaste en toda la charla.

Incorporé el torso levemente, apoyando las manos en el mesón — Señorita, ya es bastante tarde. Mañana tienes escuela.

Ella se estiró. —Oki jefe, voy a dormir.

Le di un beso en la frente, antes de que se retirara a su alcoba.

¿Por qué me incomodó tanto lo de que estuviera casada? El dato me picó en alguna parte, como una mosca molesta, inmediatamente lo ignoré. No tenía tiempo, ni espacio, ni ganas para pensar en mujeres ahora. Sacudí la cabeza. Necesitaba dormir.

Dejé a Lucía en la escuela, asegurándome de que entrara, para luego ir a la comisaría. La noche anterior llamé al oficial López, le indiqué que gestionara lo del vehículo de Isabela. Pude haber mandado a cualquier agente para la entrega, creo que es mejor es hacerlo yo mismo.

Un Audi sedán blanco. Había un ligero aroma dentro del auto: femenino, frutal, nada empalagoso. Aparqué frente a su casa. Tomé las llaves, fui directo a su puerta. Estaba a punto de tocar el timbre, no obstante. Un hombre abrió de repente, deteniéndose de golpe al verme allí de pie.

—Buenos días —empecé, manteniendo mi tono profesional—. Se encuentra Isabela.

El tipo analizó mi vestimenta, mi postura, mi placa en el cinturón.

—¿Se le ofrece algo, oficial? —Cuestionó, un énfasis sutilmente desafiante en la última palabra.

—Sí, busco a Isabela.

La extrañeza en su cara mutó en una mueca de desconfianza.

—¿Para qué requiere a mi esposa?— Cruzó los brazos sobre el pecho, una barrera clara.

El uso del posesivo —mi esposa— raspó mi paciencia.

—Es un asunto... personal. — Expliqué, creyendo que sería suficiente.

El hombre cambió a una postura diseñada para intimidar.

— Todo lo que concierne a mi mujer, me concierne a mí. Hable.

Es un tipo arrogante, como los que suelo tratar a diario. A él no le agradaba mi presencia, y a mí mucho menos la de él.

—Hablaré con ella directamente.

El rostro de él se contrajo. Evidentemente, no estaba acostumbrado a que lo desafiaran en su propia casa. No me dio la gana de ceder cortesía.

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