Hermes salió del departamento con el ceño fruncido y el corazón palpitante.
Tenía que ir a la mansión. Había algo que necesitaba enfrentar. Algo que había estado postergando por demasiado tiempo.
Al llegar, cruzó los pasillos silenciosos con pasos firmes, pero al abrir la pesada puerta del sótano, lo que encontró lo detuvo en seco.
Alondra estaba en el suelo, temblando como un animal herido.
Tenía la mirada perdida, los labios resecos y los cabellos pegados al rostro por el sudor.
Apenas lo vio, intentó incorporarse, arrastrándose hacia atrás con torpeza.
—¡Tú...! —gimió ella, con una mezcla de horror y esperanza en los ojos.
—Hermes... —balbuceó—. No le creas a Darina, por favor. Ella miente. Mató a tu hermana. Quiere destruirnos, separarnos. No lo permitas...
Hermes no dudó. Dio dos pasos rápidos, la sujetó con fuerza del cuello y la levantó apenas del suelo.
—¡Calla! —espetó con la voz ahogada de rabia—. ¡No creo en ti, Alondra! Si estás detrás de esto… si tuviste algo que ver con